Los gatos no comen fieltro

Estas reminiscencias las justificaré con una cita del poeta Ramón Palomares, la cual pensé usar como epígrafe en “Entre gigantes de piedra” y que omití involuntariamente: “Si volver al pasado lo llaman evasión, que se le va a hacer, la gente tiene derecho a salir de sus cárceles”

Siempre he pensado que mi gran afecto por la Universidad Simón Bolívar surge del hecho de que yo me crié en un pueblo pequeño: San Juan de los Morros. A pesar de su condición de capital del Estado Guárico desde que dejó de ser parte de Aragua, el San Juan de mi adolescencia no ha había dejado de ser una gran aldea donde casi todos se conocían. Su cálido clima era lo que más le convenía a la salud de mi padre, Francisco de Paula Loreto Loreto, y allá fue a desempeñarse como Director Seccional de Estadística. La ubicación de su trabajo, equidistante entre la Caracas natal de mi madre y Calabozo, su terruño, resultó providencial en época de vacaciones. Cuando en la Simón Bolívar las vacaciones escolares no coinciden con las de la Universidad, es común que tanto profesores como empleados y obreros vengan al campus acompañados de sus hijos. No sólo eso, sino que con el curso de los años uno se da cuenta que algunos de los otrora chamitos y chamitas han pasado a formar parte del personal de la universidad, y me divierte mucho decirles que los conocí cuando estaban en el vientre de sus progenitoras. En mi pueblo, que vive casi por completo de la burocracia, los nexos con el pasado son más tenues: sólo perduran como habitantes los pocos que se dedicaron al comercio, cuyos hijos han heredado los negocios. En mi casa, el problema de las vacaciones lo resolvían enviándonos a casa de los abuelos, unas veces a Caracas y otras a Calabozo. En ese entonces aprendí que era mejor ser nieto que hijo y los ambientes vacacionales, tan disímiles, resultaron igual de paradisíacos.

En una de mis vacaciones caraqueñas tuve la oportunidad de conocer al maestro Vicente Emilio Sojo, amigo de muchos años de mi abuelo materno Julio César Rodríguez. Mi abuelo nació en 1883 y el maestro Sojo en 1887 y el encuentro me pareció una reunión de viejitos, aun cuando para el momento yo tendría unos diez años y el abuelo mi edad actual. Mi abuelo fue artesano, afinador de pianos y fabricante de bordones; esto último lo hacía en una máquina de su propiedad, la cual conocí en el sótano de la casa de La Pastora y con la cual perdió un ojo cuando apenas era un muchacho. En su casa se reparaban pianos, desde el reemplazo de las cuerdas, correitas y martinetes hasta el blanqueo de las teclas; esto último lo hacían, con un hisopo impregnado en Zonite, mi abuela Rosa y mi tía abuela María Teresa (Teté). También duplicaban rollos de pianola (un proceso precursor del actual quemado de discos compactos) en una máquina que mi abuelo trajo de Nueva York junto con las primeras pianolas que llegaron al país; esta información la leí hace muchos años en la carátula de un grueso disco de pasta que grabó un amigo suyo. El abuelo fue y regresó por mar a la metrópoli del norte, donde pagó su adiestramiento con los reales que obtuvo tras hipotecar la casa donde vivía en la parroquia San Juan. El encuentro que narro con el maestro Sojo fue en la Academia de Música, entre las esquinas de Carmelitas y Santa Capilla. Mi abuelo me había llevado a pasear con el pretexto de que lo ayudara a cargar la caja de herramientas, bastante pesada por cierto. No siempre salía con esa caja, pero sus compañeros inseparables lo eran la llave de afinar pianos –una especie de rolo de policía terminado en ángulo recto en una llave allen– y un diapasón. Tanto la casa de la academia como la de mi abuelo (Gloria a Sucre 23, en La Pastora) estaban llenas de pianos y de gatos, hecho que me dio el título de este artículo y que ustedes entenderán plenamente pensando más bien en los amigos del queso.

El abuelo empezó a fabricar cuatros cuando ya tenía más de setenta años, cuando nos pedía que no lo llamáramos abuelo sino viejito, pues ese era el trato que le daban en todas partes: ya va viejito, siéntese viejito. Construía las partes curvas al calor de una vela sobre unas formaletas de cobre y unía las partes con una cola que el mismo fabricaba en baño de maría, en un reverbero que constaba de un primo (primus) y dos recipientes, uno grande para el agua y uno pequeño para la pega. Mediante la tecnología de la copia fabricó los primeros cuatros de tamaño convencional y luego decidió hacer uno más pequeño, pero no sabía como ponerle los trastes. Yo, estudiante de primer año de ingeniería en la Universidad Central (1957-1958), me ofrecí a resolverle el problema. Dibujé la posición de los trastes según una escala logarítmica obtenida por el método de dividir sucesivamente por la mitad la longitud de una cuerda, resultado que previamente había verificado sobre un cuatro normal. Cuando le mostré el boceto me dijo que le lucía bien y al terminar la construcción y sonar el cuatrico me expresó: –hijo, yo no sabía que tú entendías de música– a lo cual tuve que contestar diciéndole que no sabía nada, sólo un poco de matemáticas. Esto se lo comenté al colega ingeniero (músico e hijo de músico) Luis Guillermo Uribe y me dijo que yo sí sabía, como sabían música los pitagóricos cuando trataban de escuchar sonidos en las estrellas y en las relaciones armónicas de las órbitas de los astros.

Mi padre, un llanero pendenciero, era enemigo declarado de la música: no nos dejaba ni silbar, mucho menos cantar y decía –no sé de dónde lo había sacado– que "la mucha música entristece". Uribe me comentó que se equivocaba si creía que no oyéndola espantaba la tristeza, algo similar a lo que expresa Chelique Sarabia en “Mi propio yo”. Sin embargo, cuando yo tenía siete años, me inscribió en las clases que dictó el profesor Pedro Mirabal en San Juan de los Morros, donde me enfrenté por primera vez a la cinco líneas y los cuatro espacios, la clave de sol y las redondas, blancas, negras y hasta ahí. Puedo tararear una melodía, pero no palmearla y nunca aprendí a bailar, lo que quizás se debe a la temprana represión o simplemente a razones genéticas. Pero como los genes de los padres no se reparten con igual probabilidad, entre mis hermanos hubo dos bailarines eximios: Fran el mayor –quien falleció en diciembre de 2004– que también cantaba y Félix, el actor.

Los genes a veces juegan sus trucos. La primera noticia de que mi hijo Luis Alberto tenía habilidades musicales la tuve cuando él estaba en quinto grado, por boca de su profesora de música del Colegio Marroco (Laura, una uruguaya bien fregada). Al igual que lo hacía mi abuelo Julio, Luisito (que ironía, si me lleva veinte centímetros de estatura) se la pasa silbando y la guantera de mi carro, cuando lo llevaba al colegio, no era eso sino un instrumento de percusión. Traté de convencerlo para que tocara saxo (por lo fácil de transportarlo y almacenarlo), pero no, lo de él es la percusión al igual que varios primos maternos míos y cuando vivíamos en Margarita tenía la mitad de su cuarto invadida con la batería. Durante los cinco años de sus estudios de bachillerato fue parte de la banda show de su colegio, donde terminó tocando los timbales, después de una breve pasantía por los platillos y el granadero. Yo pensaba que la timbaleta portátil, un pesado armatoste más grande que él, con tres tambores y dos coquitos ensamblados con tubos de hierro, no lo iba a dejar crecer (era uno de los alumnos de más baja estatura cuando entró a primer año), pero los resultados fueron todo lo contrario.

Viviendo en Porlamar me metí al coro de adultos del colegio de mi hijo y, después de más de cincuenta años, tuve que aprender una nueva clave, la de fa, ya que la edad me ubicó en la cuerda de los bajos. También tomé un curso de apreciación musical y el Danhauser me lo he leído de cabo a rabo varias veces. Confieso que lo que más me divierte es la parte matemática: las comas, saber por que se cruzan los sostenidos y los bemoles en la escala no temperada y entender el encadenamiento de las escalas por transformación de los tetracordios. Que desearía tener: más información sobre las armonías (aunque me las he explicado yo mismo por series de Fourier) y más conocimiento sobre la generación de la voz y su recepción por el oído.

De otros personajes de la vida musical venezolana que he conocido, debo citar primero a Abraham Abreu, compañero de estudios en quinto año de bachillerato en el Liceo Carlos Soublette, del cual formamos parte de la primera promoción, él en Humanidades y yo en Física y Matemáticas. En el curso de Humanidades I del primer año de ingeniería en la Universidad Central de Venezuela, la parte de música me la dio el profesor José Antonio Calcaño. Este, nacido en 1900, también era amigo de mi abuelo y tuve la oportunidad de oírlos conversar por allá por Sabana Grande, en una época en la cual el barullo de los buhoneros no apagaba las voces, cuando se podía caminar con tranquilidad hacia las librerías: Suma, Las Novedades o la Profesional Venezolana. En la Universidad Simón Bolívar me reencontré con Abraham Abreu y conocí a Alberto Grau y a María Guinand. Por cierto que cuando yo mencioné esto último por allá por la Isla de Margarita, mis interlocutores me miraron con ojos incrédulos y juzgaron que yo no dejaba de ser un venezolano típico: echón y embustero.

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