Tú y Mafalda

Indudablemente que si un torero se corta la coleta, nadie dejará por ello de reconocerlo. Aparte de caer sobre la espalda, la coleta es un adminículo generalmente postizo que usan los matadores sólo cuando salen al ruedo. Al menos así era en mi etapa de taurino, quizás en este siglo XXI más de un torero anda mechudo y sí se recoge el cabello para salir a lidiar con los astados. Este preámbulo se origina porque en la última prueba escrita que les tomé a mis estudiantes, uno de ellos se presentó sin la frondosa cola de caballo que había lucido a lo largo del trimestre.
Desde que empecé a dar clases allá por septiembre de 1964, me impuse la tarea de conocer a todos mis alumnos, sobre todo cuando los cursos son muy nutridos; no quiero que ninguno de ellos se sienta como un número de carné más al cual hay que encasquetarle una nota al final del trimestre. A la larga sólo permanecen en mi memoria los casos extremos, aquellos que fueron o muy buenos o muy malos estudiantes. Esta no es una regla general, a veces recuerdo a un estudiante promedio por razones distintas a las del rendimiento académico. Inclusive identifico a los estudiantes de electrónica, que sin haber sido alumnos míos se destacan en alguna otra actividad ajena al currículo.
Aun cuando me sé muy bien el nombre y el apellido de , no los voy a revelar. Él era un estudiante de electrónica que tuteaba a todo el mundo, empezando por el rector Mayz, si ese hubiera sido el caso. Para su suerte, nunca tuvo que tomar clases con Nagib Callaos, porque la hubiera pasado bastante mal. Aparte de confianzudo, se las daba de gracioso y a los muchachos que pernoctaban en los laboratorios trabajando en sus proyectos de grado, se les presentaba a media noche con una capa de vampiro y unos colmillos postizos, con la intención de sembrar el pánico. Una noche se metió en uno de los baños y al sentir que entraba supuestamente otro estudiante, desplegó su capa y mostró la dentadura de enrojecidos caninos. Pero se trataba del profesor Nelson Vásquez, quien no se inmutó en lo más mínimo, cosa que no es noticia para quienes lo conocemos bien. El sorprendido fue , quien no sólo se identificó frente al profesor, sino le dijo que lo perdonara, que creía que se trataba de su compañero fulano de tal.
De los que se destacaban por otras actividades, recuerdo con claridad a dos que fundamentalmente eran músicos: Pantalimón Palamides y Ricardo Teruel. De los Palamides, quizás el más conocido es su hermano Costa, dramaturgo, director de teatro y coreógrafo. Y de los Teruel, Alejandro, nuestro flamante secretario que al parecer, al igual que yo, no toca ni la puerta porque tiene la llave. Aprovecho la oportunidad para mencionar que el padre de los Teruel, Guillermo, es el autor de la letra y música de “Juan José”, conocido merengue venezolano que empieza diciendonos que: “Allá viene, allá viene Juan José. Y viene de la gran capital. Más vitoqueao que un pavo real y echándosela de gran señor ...”
A otros los recuerdo por su singular apodo, como son Cáscara y Mafalda. En sus tiempos de uesebista el primero fue dirigente de Fórmate y Lucha, movimiento estudiantil que se identificaba con la izquierda. Cuando llegó a ministro, lo atacaron diciendo que había sido un comandante guerrillero conocido como el Comandante Cáscara. Realmente el remoquete le vino de una novia gringa que tuvo, la cual no podía pronunciar Caracas y decía cáscara. De Mafalda, bromista como el solo, creo que muchos de sus compañeros quizás saben su apellido, mas no su nombre. El sobrenombre le sentaba de maravilla: a su baja estatura se le unía una cabellera que parecía una copia al carbón de la del más famoso personaje de Quino. Me imagino que con los años se habrá cortado la coleta, digo físicamente, porque la condición de jodedor parece que nunca abandona a los que así somos.
En los cursos de Teoría Electromagnética que dicté a principios de la década de los setenta, hay tres casos que recuerdo con simpatía. Como los exámenes eran departamentales, al terminar la primera clase uno de los estudiantes me preguntó que si podía asistir a la sección de la profesora Marta Pérez. Yo, que nunca he obligado a nadie a asistir a clases, lo autoricé pero le pedí que los exámenes los tomara en la sección que le tocaba. Lo divertido del caso es que este estudiante, que resultó ser bueno, terminó realizando su pasantía larga bajo mi supervisión. También tuve un alumno que de no ser por lo fornido, hubiera sido la viva imagen de nuestro señor Jesucristo, con su larga y lacia cabellera y su barba igualmente poblada. En la última evaluación se presentó sin barba y con un corte de cabello tipo militar. Por supuesto que no lo reconocí y le pedí que se saliera del salón, que él no era alumno mío. Tuvo que mostrarme el carné para poder tomar el examen.
Concluyo con el tercero de lo estos casos, el del alumno cuyo nombre se me grabó en el momento de entregar las notas. Tenía que asentar en el acta de examen un cinco muy bien logrado y no recordaba para nada la fisonomía del estudiante. En ese entonces las fronteras entre las notas las fijaba el profesor y no existía ese 85% para el cinco que después impusieron desde arriba y que sólo contribuyó a que la Universidad Simón Bolívar, que nació queriendo ser diferente, empezara a homogenizarse con las demás universidades. Con el discurrir de los años vine a saber porqué había fallado en identificar a ese estudiante. Dentro de aquel largo salón del Básico II, Víctor Manuel Guzmán, con su miopía bien corregida con lentes de cristal verde y montura de carey, se sentaba en la última fila para no entorpecerle la visión a sus compañeros. En la última fila luego y por las mismas razones también se sentaba el flaco Ferrer (nuestro vicerrector José Jesús) cuando fue mi alumno, pero su curso no era tan numeroso y además los salones del MYS eran más pequeños. De paso, Víctor Manuel era alto para su época, al igual que lo fui yo en mis tiempos de muchacho, pero ahora ambos somos unos enanos al lado de nuestros hijos.

Comentarios

Alejandro Rodríguez Ron ha dicho que…
Profesor, he disfrutado mucho sus loretadas de amena prosa.
También quería decirle que a mi casa llegó el libro "Entre gigantes de piedra", muy cercano a mi, en especial por las anécdotas que he oído de la boca de mi papá, Gustavo Rodríguez Loreto, quien no deja de reconstruir el pasado. Saludos y felicitaciones. Alejandro Rodríguez Ron.

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