Echando carro

La farsa debe recomenzar es el título de una pretendida novela que terminé de escribir hace unos treinta y cinco años, justamente antes de empezar a trabajar en la Universidad Simón Bolívar. Los originales, pulcramente mecanografiados en hojas tamaño carta, los conservaba en una carpeta de tres anillos y así llegaron a la casa que para ese entonces compré en la urbanización Piedra Azul. Las cuartillas habían empezado a engordar durante los años de la renovación académica en la Universidad Central de Venezuela, cuando por razones de fuerza mayor muchas veces tenía que regresar muy temprano al sitio donde vivía alquilado, la parte alta de una quinta en Bella Vista. Allí, cual gallina picando maíz, a diario atacaba con dos dedos las teclas de una vetusta máquina de escribir. A finales de 1969 ni siquiera tenía sentido acercarse al campus de Los Chaguaramos, pues éste fue cerrado y cercado militarmente. El cheque de pago ya no lo recogíamos en la oficina de Felipe Castro, en la planta baja del edificio principal de la Facultad de Ingeniería, sino en las taquillas del Estadio Olímpico. Para hacer efectivo el sueldo, en lugar de ir hasta la plaza del Rectorado, debíamos dirigirnos a la agencia que el Banco Nacional de Descuento tenía en Sabana Grande, en las inmediaciones del cine Radio City. En aquellos tiempos no existía el mecanismo de pagar la nómina mediante depósitos en las cuentas individuales, hacer una fotocopia era bastante engorroso, las computadoras era monstruos que ocupaban la planta baja de un edificio y la transmisión de datos a través de la red telefónica, génesis de la Internet, apenas empezaba a formar parte de los planes de estudio de ingeniería eléctrica.

El ambiente de trabajo, si es que se puede llamar así, que existía en la Universidad Central generó el éxodo de muchos profesores; gran parte de la plantilla docente, directiva y técnica de la Facultad de Ingeniería emigró hacia la Universidad Simón Bolívar, hecho que jamás pasó por la mente de Héctor Isava cuando un par de años antes había propuesto al Consejo Universitario de la UCV la creación de una nueva institución de educación superior en el área metropolitana. Yo, que del pupitre del alumno de postgrado había pasado a la cátedra del profesor, me fui a trabajar a la refinería de Amuay en búsqueda de experiencia profesional. Entre las pocas cosas que me llevé para el campo petrolero, la única copia de mi novela ocupaba un lugar preferente. Pensé que allá tendría más tiempo para pulir las ideas, pero en realidad en los dos años y piquito que pasé en el estado Falcón, no le añadí ni una sola línea a mi obra de ficción. Eso si, en los dilatados fines de semana de la península de Paraguaná, aprendí en forma autodidacta a usar todos los dedos de ambas manos para golpear las teclas de la máquina de escribir que me compré en Punto Fijo. No digo que aprendí a escribir a máquina, porque no he podido quitarme el vicio de ver el teclado, el cual adquirí desde que era casi un niño; así como en mi casa había una pequeña biblioteca, también siempre hubo una máquina de escribir mecánica, el procesador de palabras de los años cuarenta.

El personaje principal de La farsa… es Karel Amos Masaryk, un profesor de ingeniería de origen checoeslovaco, quien había sido un destacado estudiante tanto en su pregrado en Venezuela, donde estudió becado por una petrolera, como en el doctorado que realizó en los Estados Unidos bajo los auspicios de la universidad venezolana de la cual se había graduado. También fue brillante durante su primer año de docencia en nuestro país, al cual regresó para prestar los años de servicio contemplados en su contrato de becario. Sugirió y logró que se introdujera en el plan de estudios de ingeniería la asignatura electiva Novelas lineales y no lineales, en la cual se daban esquemas matemáticos de alto nivel para la elaboración de obras de ficción. Los objetivos de la materia eran mucho menos ambiciosos que la teoría química del pensamiento esbozada por Morelli en el capítulo 62 de Rayuela, de donde surge 62/Modelo para armar, pero no porque en efecto Karel desconocía la obra de Cortázar, sino por sus propias limitaciones y deformaciones profesionales. De ahí en adelante su rendimiento cayó abruptamente, pues se dedicó a echar carro. No se le podía acusar de hacer la rabona, pues era inteligente y nunca dejó de asistir a su lugar de obligación y mucho menos a sus clases. Consciente de lo menguado de sus ingresos y viendo la prosperidad económica de sus compañeros de promoción, que se habían conformado con el solo título de ingeniero y de los cuales ninguno le daba ni por las patas, decide ejercer la profesión a escondidas, violando su condición de profesor a dedicación exclusiva. Empezó a trabajar por horas en una firma de ingeniería vecina a la universidad, sin que se notara mucho su ausencia. Parqueaba el carro bien temprano en uno de los sitios más visibles del estacionamiento de la facultad, llegaba a su cubículo, dejaba el saco del flux sobre el respaldar de la silla y se marchaba a pie, tan pronto fuera posible, para buscar más allá de los confines universitarios un dinero extra. Camuflaba la prematura calva bajo una gorra de visera que nunca usaba en su vida normal, se ponía unos lentes oscuros correctivos que tampoco eran parte de su atuendo usual y cerciorándose a través de los postigos del cubículo de que no había nadie en el pasillo, agarraba las de Villadiego. Surgen una serie de conflictos en la universidad, se dan agrias discusiones entre los colegas por razones políticas, se rompen amistades de muchos años y la universidad, como un todo, se derrumba. Cuando finalmente se vislumbra la posibilidad de reconstruir sobre las ruinas, buscan como decano a una persona conciliatoria y seleccionan al checo, hoy en día diríamos el eslovaco, quien por razones obvias no había peleado con nadie. La novela logra arrancar, porque el tipo llega a un cargo al que siempre había anhelado pero no pierde la costumbre de echar carro.

Volviendo al plano real, al ser designado Ernesto Mayz Vallenilla como rector de la Universidad Simón Bolívar, realiza una poda radical en el personal docente que había heredado de la Universidad de Caracas, en la cual inevitablemente pagaron justos por pecadores. Entre los botados estuvo Marcelo Guillén, quien a la postre sería el cuarto rector de la Simón Bolívar, si se toma en cuenta el interinato de Antonio José Villegas. Sin chamba y con unos hijos que mantener, el negro Guillén va de puerta en puerta vendiendo electrodomésticos. En esa actividad duró poco tiempo, pues la universidad abre un concurso de credenciales y él se lo gana, demostrando que había formado parte del grupo de profesores primigenios por su formación y preparación y no por el simple hecho de ser adeco. Cuando desde las arenas de la Asociación de Profesores Guillén lanza su candidatura al rectorado, quisieron atacarlo por haber ejercido la poca académica actividad de vendedor. Esta arremetida poco pesó, pues todo trabajo honesto ennoblece, argumento al cual apelaré a continuación.

Cuando en años recientes un empleado administrativo de la Universidad Simón Bolívar ascendió a las más altas esferas de la contienda política, quisieron atacarlo diciendo que él había empezado a trabajar en la universidad como un simple obrero. Para mí, esto es más bien una credencial de mérito. Indagando por aquí y por allá, nadie dijo que fuera una mala persona, pero que se lo pasaba echando carro, lo cual es fácil de entender. A diferencia del personaje de mi novela, este funcionario vino de abajo y durante su vida de trabajador universitario tuvo como norte la superación personal, logrando alcanzar no sólo un título profesional sino también uno de postgrado. También conocí a una secretaria que era experta en el arte de echar carro, pero justifiqué su conducta al verla por el campus ataviada con su toga y su birrete. Lo malo es que en este último caso y después del ascenso que se ganó, dicen que la chica sigue echando carro, porque aparentemente se habituó a ello, pero confieso que no sé si ahora está sacando un postgrado.

A veces no es tan malo pasar inadvertido. A raíz de un conflicto que se presentó en electrónica con un profesor que no tenía título universitario, las autoridades rasparon al Coordinador de la carrera, al jefe del Laboratorio C y al jefe del Departamento, aduciendo que se trataba de problemas personales entre los actores. Para llenar las vacantes trajeron como Coordinador a un destacado profesional de la electrónica que trabajaba en el IVIC, en el laboratorio C nombraron a un profesor que hasta ese momento había trabajado a medio tiempo y no había estado inmerso en el diario trajinar y en el Departamento a un profesor que había estado de reposo por haber sufrido un neumotórax. Todos los seleccionados gozaban de excelentes credenciales porque, como yo digo, en la universidad abunda la gente preparada. Yo nunca falté al trabajo y mucho menos cuando detenté altos cargos; cuando me preguntan que si acaso me sentía imprescindible, digo que no, porque para ser indispensable habría que ser inmortal. La razón para no faltar radica en que si no vas a tu trabajo podrían darse cuenta de que no haces falta. Para finalizar les diré que los borradores de la novela desaparecieron como por arte de magia después que me casé. A mi mujer, que fue mi único lector, no le había gustado nada y decía que el ambiente académico en el cual se desarrollaba no era más que un pretexto para presentar escenas de sexo.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
En el trabajo siempre hay que hacer algo productovo que los demas no sepan realizar, para de esta forma hacerse imprecindible

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