De arquitectura, el teatro



Entrar a trabajar en el sitio donde uno ha estudiado tiene sus ventajas. Con dos años de graduado, de los cuales dediqué cuatro meses al idioma inglés en el Queens College de Nueva York y el resto en sacar el Master en el Instituto Tecnológico de Illinois, en septiembre de 1964 pasé del pupitre del estudiante a la tarima del profesor. Todo me era familiar en la Escuela de Ingeniería Eléctrica, inclusive unos pocos de mis primeros alumnos habían sido mis compañeros de estudio. Lo que si tuve que aprender fue a buscar un sitio donde almorzar. De estudiante vivía con mis padres cerca de la Universidad Central e iba a almorzar a la casa (un apartamento alquilado en Las Acacias), que era lo más económico. En la UCV el horario de trabajo era de ocho a doce y de tres a seis, aun cuando el dictado de las clases y de los laboratorios nada tenía que ver con esto y muchas veces di clases a las siete de la mañana y atendí laboratorios bien entrada la noche. También trabajábamos medio día los sábados. Por lo general los profesores almorzábamos en grupo en los alrededores: el Ling Nam en la vecindad de la plaza de Las Tres Gracias. el Fornaretto en Santa Mónica y el más cercano y económico Cafetín de Arquitectura, donde a pesar del nombre servían comida caliente y no simplemente balas frías.

Un mediodía a principios de enero de 1965, cuando estaba almorzando en Arquitectura en compañía del colega Luis Fábregas, vimos descender por unas escaleras adyacentes al comedor a dos o tres mujeres que estaban bien buenas. Picados por la curiosidad, al terminar de comer bajamos hacia el vecino sótano y descubrimos las actividades que en un auditorio llevaban a cabo los miembros del Teatro Experimental de Arquitectura (TEA). En esos momentos ensayaban el montaje de la comedia “El Burlador de Sevilla y Convidado de Piedra” de Tirso de Molina y el director hizo una audición entre el público presente. El tocayo Fábregas ni se dio por enterado, pero yo, con el gusanito de haber hecho teatro en San Juan de los Morros, subí al escenario y dije, libreto en mano, los tres parlamentos de la escena II, en la cual el Rey de Nápoles increpa a Isabela y a Don Juan y manda a prender a este último. Quizás me metí en la piel del Jefe Civil de un pueblo, ya que el director me dijo que le había puesto carácter e intención al personaje, pero que le había faltado la majestuosidad propia de un rey. El director, quien había abandonado los estudios de derecho al descubrir que su vocación era el teatro, conocía bien los asuntos de la realeza por haber protagonizado en el Teatro Universitario a Cesáreo en "Noche de Reyes" de William Shakespeare. De él supe que para ese momento ya había actuado también en las obras "Pozo Negro" y "El Sombrero de Paja de Italia”, había estado actuando en Italia y había representado y escrito el guión de “Juan Francisco de León”. Su nombre: José Ignacio Cabrujas.

“El Burlador…” fue un ambicioso proyecto de Cabrujas que no cristalizó ya que se necesitaban muchos actores y los disponibles eran pocos. A falta de otros yo había calificado para personificar al Rey y desde ese momento Maritza Pulido, una de las actrices a quien ya conocía por trabajar ella en la Facultad de Ingeniería, empezó a llamarme “Rey”. Entre los consecuentes mirones había un tipo bastante metiche a quien bautizamos con el remoquete de “ La Gaveta”. José Ignacio lo puso a hacer la escena VIII conmigo, en la cual yo personificaba al Duque Octavio y La Gaveta al criado Ripio, quien le preguntaba al Duque: “¿Tan de mañana, señor, te levantas?” El tipo pronunció todas las palabras sin ninguna entonación y exageró las pausas entre las palabras, como si fueran puntos y no comas. A la sugerencia de que se olvidara de la letra y simplemente dijera: “Hola Luis: ¿cómo estás?”, respondió con la misma cadencia: “Hola/ Luis/ Cómo/ Estás/”. Después me enteré, cuando coincidimos en medio de unos disturbios que se dieron entre la Facultad de Farmacia y el Hospital Universitario, que La Gaveta era simplemente un policía (petejota, disip, que sé yo) a quien habían destacado para hacer labores de inteligencia dentro del campus de Los Chaguaramos.

Cuando yo ingresé al TEA, el director Humberto Orsini tenía ya lista la obra “La Cantante Calva” de Ionesco, protagonizada por Pilarica Iribarren, Roger Bonet y Manuelita Zelwer. Como parte del trabajo del grupo recibíamos clases de expresión corporal, a cargo de Rolando Peña, quien todavía no usaba su título nobiliario de “El Príncipe Negro” que le había otorgado Andy Warhol en Nueva York. No sé si José Ignacio y Rolando se conocían previamente, pero en ese mismo año de 1965 ellos montaron en la Universidad Central de Venezuela “Testimonio” y “Homenaje a Henry Miller”, los primeros espectáculos multimedia de la América Latina, que incorporaron al teatro y a la danza aplicaciones de la tecnología como el cine, proyección de diapositivas, luces estroboscópicas y música electrónica. Del TEA debo también mencionar a las hermanas Germania y Esmirna Ledezma y al flaco Alfredo, cuyo apellido no recuerdo. En esa época se dieron los ensayos de “La Muerte de Bessie Smith” de Edward Albee, el mismo de “Who's Afraid of Virginia Woolf?” y también de la versión en español de: “Oh Dad, Poor Dad, Mamma’s Hung You in the Closet and I’m Feelin’ So Sad” de Arthur Kopit, más teatro del absurdo, pero ahora de un dramaturgo americano fuertemente influenciado por Ionesco. De esta última obra ensayé algunas escenas en el papel del Comodoro Roseabove. La escenificación de “La muerte…” se dificultaba por la inexistencia de un actor negro. La Gaveta era el único que daba el físico, pero nada que ver. Finalmente el flaco Alfredo, quien además es catire, resolvió el problema pintándose de negro cual Al Jolson redivivo. Tengo entendido que el estreno se dio estando yo en Palo Alto, California, a donde había viajado a recibir entrenamiento en el área de microondas en la firma Hewlette-Packard.

En septiembre de 1965 el grupo fue invitado a presentar “La cantante…¨ dentro de un festival de teatro que tuvo lugar en Guanare, estado Portuguesa, en el marco de las festividades a la Virgen de Coromoto. Partimos del estacionamiento que está entre la Escuela de Eléctrica y la Facultad de Arquitectura, en una destartalada buseta suministrada seguramente por la Dirección de Cultura. O faltaba un asiento o sobraba un pasajero, así que yo me ofrecí para viajar sentado en los escalones que daban acceso al transporte. Bien duros por cierto y sin un cojín a mano o algo por el estilo. Maritza me aconsejó que para poder soportar el largo viaje tendría que anestesiarme con caña. En la primera parada que hicimos empezando la Panamericana a nivel de Cochecito, adquirí bastimento etílico suficiente para todo el viaje. Cuando nos detuvimos por segunda vez no aguantaba las ganas de orinar, pero en lugar de asumir la conducta atávica de buscar la parte posterior de una mata, prevaleció en mi aquello de que “borracho no pierde el tino ni mea lejos del camino” y, saliendo el primero dada mi ubicación, descargué la vejiga sobre la rueda delantera de la buseta, mientras actrices y actores desfilaban hacia los amplios mostradores del negocio.
Más adentrados en la ruta, la cabeza empezó a darme vueltas y a pesar de toda la física que había estudiado, intenté vaciar mi estómago apuntando hacia la vía sabiendo que el movimiento relativo invertiría la trayectoria. Detrás de mi estaba sentada la primera actriz y los demás pasajeros se dieron cuenta de mi acción cuando ella preguntó ingenuamente: “¿Cómo que está lloviendo?” Al llegar a Guanare ya había recobrado la compostura y me sentía todo apenado, pero para mi sorpresa los miembros del grupo (menos una, por supuesto) vinieron a darme palmadas y a decirme que en el trayecto, a pesar de mi condición de profesor, había demostrado cabalmente que yo pertenecía al grupo, que era uno de ellos. En la recepción del hotel, donde llegamos ya avanzada la noche, nos enteramos que Cabrujas también estaba alojado allí. Averiguamos cual era su cuarto (todos tenían ventanas que daban a la calle) y nos pusimos a escenificar, a grito vivo, escenas de “El Burlador…”. Con una cara que indicaba claramente que lo habíamos sacado de su sueño, José Ignacio se nos unió en la calle y nos dijo: “Pensé que tenía una pesadilla”.

Para finalizar les cuento que treinta años después me reencontré con Germania en la Universidad Simón Bolívar, en la terraza de la Casa del Profesor, a raíz de un concierto que diera el talentoso guitarrista Aquiles Báez, quien es su nieto. Con Roger Bonet coincidí en la casa de mi vecino Rafael Orellana, cuando éste celebraba el grado de su hija mayor, Lilia. De esto hace ya bastante tiempo, pero me acuerdo que fue Roger quien me reconoció, cuando casi siempre pasa lo contrario, que soy yo el de la memoria. Estando viviendo en la Isla de Margarita, en agosto de 1995 sostuve una grata conversación en el Hotel Marina Bay con José Ignacio Cabrujas un par de meses antes de su muerte, después de una charla que él dictara sobre la telenovela, una historia en la cual una mujer sufre en todos los capítulos menos en el último. En el 2006 puede disfrutar, en las instalaciones de la Biblioteca Central de la Universidad Simón Bolívar, la presentación de “El barril de Dios” de Rolando Peña. Una vez finalizado ese evento y en la grata compañía de Claudio Mendoza, Rolando y yo intercambiamos los respectivos correos electrónicos, nos deleitamos con variados recuerdos y prometimos mantenernos en contacto, lo cual hemos cumplido al menos por vía electrónica.

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