El teatro en San Juan de los Morros: una nota personal.


Esta breve entrada pretende ser un recuento personal de mi participación en actividades teatrales en San Juan de los Morros, un corto lapso de cuatro años que se inicia a finales de la primaria en la Escuela Aranda, en 1953, y termina a finales de cuarto año de bachillerato en el Liceo Juan Germán Roscio, en 1956. Creo que de tantos estudiosos que aman a mi pueblo de crianza, sobre todo de las nuevas generaciones, surgirá alguno que escribirá la historia del teatro en la capital del estado Guárico. Lo que sigue es mi granito de arena en aras de ese objetivo.
 Allá en la década de los cuarenta, por los costados de la Escuela Aranda no se colaban cantos, ni risas, ni llantos, quizás los gritos de quienes jugaban voleibol y la algarabía propia de los recreos. Todo lo demás discurría en tiempo real: maestros, más que todo maestras, enseñando y alumnos, sólo varones, siempre atentos a la explicaciones, no había escapatoria. Mi maestro de sexto grado, Víctor Vielma, rompió la rutina un par de veces, al proyectar sendas películas en el amplio salón aledaño al patio de la escuela. Teatro como tal, representaciones para el público en general, que yo sepa nunca se hizo en los predios de la institución. Una que otra astracanada, de las que se programaban para los fines de curso, se representó en el auditorio del vecino Grupo Escolar República del Brasil. En ese escenario y creo que en 1951, la Escuela Aranda montó un acto cultural que se centró en números musicales; de ellos es el recuerdo de Rafael “Fucho” Requena con un alumno de los primeros grados de la mano, obviando la coreografía y cantando agachado al borde del proscenio:
                                    Este cocinerito chino
tan chiquito y mal formado
tiene la mala costumbre
de ser muy enamorado.
El todos los días nos dice
que ya no quiere estudiar
que le busquen una novia
porque se quiere casar…
            Quizás en ese entonces existió un plan conjunto con el Grupo Brasil para escenificar la “Ronda de enamorados” de la zarzuela “La del Soto del Parral”, ya que mi memoria guarda la letra y la música de tanto la parte de las féminas como la de los varones.
                                    MOZAS:
¿Dónde estarán nuestros mozos
que a la cita no quieren venir,
cuando nunca a este sitio faltaron,
y se desvelaron,
por estar aquí?
Si es que me engaña el ingrato,
y celosa me quiere poner,
no me llevo por él un mal rato,
ni le lloro,
ni le imploro,
ni me importa perder su querer.
MOZOS:
Ya estoy aquí,
no te amohínes mujer,
que yo por ti,
he de querer.
Espera y al esperar confía,
muy pronto será mi casa
un nido para los dos.
            Quizás lo memorice mal desde un principio, o más bien era una adaptación, porque buscando en la red he comprobado que la parte de las mozas es mucho más larga que la citada, al igual que la de los mozos. Tal representación, como tantas cosas que se emprenden para ponerlas en las tablas, nunca se dio.
De esa misma época, quizás a fines del año escolar 51-52 cuando ya Fucho y compañía estaban en el liceo Roscio, la Escuela Aranda presentó en el Grupo Brasil una minúscula obra de teatro, en la cual yo hacía el papel de un musiú que llega al llano buscando invertir dinero en la compra de unas tierras. Con una pipa en la boca, que conseguí prestada con el Dr. José Francisco Torrealba y la cual a la larga resultó dañada por los mordiscos que le di, mi personaje exigía un fuerte acento de extranjero recién llegado, lo que básicamente se resolvió cambiando la sintaxis y pronunciando la erres finales como ges. Tras muchos gestos y abrazos,  mi actuación empezó mascullado entre los ocupados dientes la frase:
            —Mi quereg verg hacienda, si me gustag, yo compragla…
            En esa obrita la Aranda recibió apoyo de las muchachas del Brasil, porque habían varias de ellas vestidas como campesinas, entre los malditos, o sea extras haciendo bulto. El término teatral malditos viene de las voces que salían de entre bastidores en el Don Juan Tenorio de Zorrilla: “Cuán gritan esos malditos/ pero mal rayo me parta/ si en terminando esta carta/ no pagan caros sus gritos”. El musiú comete numerosas falta al hablar, todas con una segunda intención del para mi desconocido libretista. Como ve a los pobladores dormitando en el suelo, pregunta:
            —Pero ellos: ¿no teneg chinchurria? —usando en vez de chinchorro un término que a la gente de San Juan de los Morros no les recordaba uno de los ingredientes de una ternera, sino más bien a una mujer buscona y fea.
            El final feliz de la obra es que el musiú, que había estado echándose palos, se rasca, termina bailando con suma torpeza, lo cual estaba hecho a mi medida y no exigía nada de mis capacidades histriónicas, y compra la hacienda, en medio de las incontenibles risas del público. Para nosotros eso fue un rotundo éxito que no nos habíamos imaginado.
            En las afueras del Grupo Escolar “Dos de diciembre”, bautizado en honor a la fecha en la cual en 1952 el dictador Marcos Evangelista Pérez Jiménez había asumido la presidencia provisional de la República, al anochecer durante el año escolar 55-56 a los vecinos de la urbanización Los Telegrafistas les llegaba el eco no sólo de las clases nocturnas, una sección de ellas dictada por mi compañero de estudios del Liceo Roscio Ángel Eduardo Acevedo, sino también de algunas canciones afro-venezolanas:
                                    Pero mi blanca no seas celosa
porque una rosa le di a Tatá.
No bebas agua de esa pimpina,
que no es tan fina
y te va a atorá.
Así, así, así,
como los negros de Bambalí.
Así, así, así,
que no es tan fina
y te va a atorá.
           
Un ejercicio del grupo teatral Guárico
El Grupo Teatral Guárico, creado por el gobierno de Emigdio Medina Ron, ensayaba “El árbol que anda” de Juan Pablo Sojo. Tanto el director, Carlos Denis, como el actor principal Carlos Rafael Talavera, habían sido contratados en Caracas y se hospedaban en un hotel de la plaza Los Samanes, relativamente cerca del nuevo grupo escolar. De igual manera todos los actores estaban residenciados por la zona; los Acevedo (Carlos, el negro, y Gladys) vivían al final de la Roscio llegando a la Bermúdez, al igual que César Tovar y Ramón Baloa. Ignoro dónde vivía Nina Montero, pero la casa de Laura Palacios quedaba al frente del Grupo. El que vivía más lejos era yo, en la calle Ribas con la Roscio, a doce cuadras del sitio, algunas de ellas verdaderas cuadras llaneras, como los dos tramos consecutivos de la calle Roscio que van de la calle Mariño a la calle Salias, pasando por la calle Miranda. Por aquello de que quien quiere besar busca la boca, yo iba feliz a ensayar todas las noches, caminando en alpargatas porque siempre me ha gustado usarlas y, como decía mi papá, silbando iguanas.
            En “El árbol que anda” interpreté a Abedón, el Diablo, que hacía su aparición a principios del segundo acto, hiperactivo, corriendo y preguntando a todo gañote, repetidas veces:
            —¿Y todavía las mujeres paren? —a lo cual contestaban los leñadores, detrás de bastidores— ¡Y parirán!
           
Carlos Talavera y Nina Montero en Manuelote.
De la escenificación de la creación de Sojo no sé si se tomó alguna fotografía, jamás llegué a ver una. De la segunda obra, “Manuelote” de César Rengifo, puesta en escena el 5 de julio de 1956, si conservo dos que incluí en mi libro Entre gigantes de piedra. En una de ellas aparece el profesor Carlos Talavera personificando al esclavo Manuelote y Nina Montero en el papel de su mujer Petrona. La otra muestra a Manuelote ayudando a su amo don Martín Tovar (César Tovar), que está malherido de un lanzazo. En esta última mi papá escribió en el ángulo superior izquierdo el nombre de la obra y la fecha. En ambas se ve la bien trabajada escenografía, lástima que ninguna de las fotos captó a plenitud el muro de bahareque en cuya construcción participamos todos los noveles actores y actrices. A mi me tocó interpretar al teniente Roso, primo de don Martín, quien lleva al amo al rancho de Manuelote, para pedirle que lo ocultara mientras conseguía unas mulas y medicamentos para trasladarlo al puerto de La Guaira. Aquí aprendí mi primera gran lección del teatro: hay que ensayar con todos los hierros. El teniente entraba, se quitaba la capa y la ponía sobre un taburete. Después de preguntarle al esclavo que si sabía lo del combate de La Puerta el 15 de junio, le decía:
            —¡Nos derrotaron! ¡Estamos fugitivos! ¡Aún ni sé cómo pudimos regresar a Caracas sin ser interceptados por los asesinos de Boves! A duras penas hemos cruzado campos y montañas andando de día y de noche…
Carlos Talavera y César Tovar, en Manuelote
             Al salir el teniente se volvía a poner la capa, por supuesto. Hemos podido usar un trapo cualquiera como capa mientras ésta aparecía, pero no, me decían que ya iba a estar lista. Así que en las numerosas veces que ensayamos, yo hacía la pantomima de quitarme y ponerme una capa imaginaria. El aditamento llegó el día del estreno, me lo quite al llegar y me lo puse al salir, sólo que al igual que en los ensayos, esta última acción fue en forma imaginaria. La capa quedó ahí, sobre el rústico asiento, y cuando llegó la gente de Boves a averiguar si el negro sabía algo del paradero de los facciosos insurgentes, ninguno se percató de tan notorio detalle. Por cierto que esa escena del interrogatorio no aparece en el libreto original, el cual vine a leer por completo en agosto de 2014; quizás fue una licencia que se tomó el director para montar en las tablas a más actores, en una obra cuyo reparto sólo contempla cuatro personajes y dos extras, los que ayudan a trasladar a don Martín.
El libreto de Manuelote puede consultarse en:
El libreto de El árbol que anda está disponible en:

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Muy bueno. me gusto en el libro y también el Blogger. Saludos y bendición desde Guàrico.

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