Con bolívares y sin cédula.
En diciembre de
1953 descubrí, sin estar consciente de ello, que el bolívar era una moneda
fuerte y de uso corriente más allá de las fronteras patrias. Proveniente de
Bailadores en el estado Mérida, donde estaba pasando las vacaciones invitado
por mi tío Fernando Rodríguez, llegué a Cúcuta junto con él, su cuñado Arturo
Contreras y el cadete de la EFOFAC Milton Mora. El automóvil era de mi tío y
como buen andino, Arturo lo manejaba. Nos detuvimos en la primera bodega que
encontramos en territorio colombiano y mi tío me dio un bolívar para que le
comprara una cajetilla de cigarrillos Lucky Strike. Tenía yo a la sazón
quince años de edad recién cumplidos y a pesar de que nunca he fumado, sabía
que ésta costaba un bolívar con real y medio (Bs. 1.75). Antes de bajarme del
carro exterioricé dos dudas: que me aceptaran la moneda venezolana en otro país
y que me alcanzara para pagar. Mi tío me dijo que no me preocupara, que hasta
vuelto me iban a dar, como en efecto sucedió. Entonces entendí que lo había
hecho a propósito, pues en Caracas jamás me había pedido que le hiciera mandado
alguno, de eso se encargaba mi abuela y el vuelto era para mí. A Bailadores
habíamos llegado por El Vigía, saliendo de la Parroquia La Pastora en Caracas
por la Avenida San Martín y pasando hacia Los Teques por la vuelta de El
Pescozón y las curvas de Guaracarumbo y La Cumbre Roja. Para que tengan una
idea de lo intrincado de la ruta, ese tramo sinuoso de un solo sentido y dos
estrechos canales que bordea al Hospital Pérez Carreño entre Antímano y La
Yaguara, era en ese entonces una doble vía por donde circulaba todo el tránsito
vehicular entre Caracas, el centro y el occidente, e inclusive gran parte del
oriente por la ruta de los llanos. Los camiones y los autobuses casi se rozaban
con sus semejantes que venían en sentido contrario, pero por suerte en ese
tiempo no había motorizados zigzagueando entre ellos, pues el uso de las motos
estaba restringido —creo que por disposiciones legales— a los funcionarios del
la Inspectoría de Tránsito.
Al regresar de Cúcuta vinimos un
poco apretados hasta San Cristóbal, mas no incómodos, ya que Arturo y Milton
contrabandearon para nuestro país un par de niñas que habían conocido en “La
Casa de Las Muñecas”, célebre sitio de la vida nocturna en el portón de la
frontera colombiana. Salvo la belleza, que era requisito indispensable para
trabajar en el lupanar, las mozas no traían ningún otro tipo de identificación;
el pasaporte para todo el vehículo lo constituía el quepis del alférez,
estratégicamente colocado de manera que fuera visible a través del vidrio
trasero. Yo no fui invitado al festín donde las conocieron, quizás debido a mi
edad. En esos momentos pensé que las chicas regresarían a Colombia después de
parar unos centavos en el Táchira, pero en retrospectiva no debe haber sido
así, ya que con el discurrir del tiempo me percaté que la gran mayoría de las
heteras que poblaban las casas de citas de Caracas eran hijas de la hermana
república.
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Isaías Medina Angarita |
Siempre me ha gustado viajar,
pero en este momento no es posible ir ni a la misma Colombia. Valga aquí una
pequeña digresión: una vez que visité Cartagena de Indias, pensé que no
necesitaba identificarme como extranjero, ya que nuestros acentos son muy
similares. Raudo, bajé al mercado principal y pregunté cuánto costaba el kilo
de un apetecible queso que exhibían. —Será la libra— me objetó inmediatamente
el vendedor. Pero no la libra que
nosotros conocemos, sino una de 500 gramos. A un tío paterno mío que tenía una
bodega en Calabozo lo multaron porque no había cambiado el juego de pesas
patrón de libras a sus correspondientes en kilogramos. Con razón en Canudos el fanático religioso
Antônio Conselheiro se oponía, entre otras cosas,
al gobierno central y al sistema métrico decimal. Esto nos lo recordó Mario
Vargas Llosa en “La guerra del fin del mundo”, deliberada reescritura de uno de
los mayores clásicos de la literatura brasileña: “Os Sertões” de Euclides Da Cunha. Hoy hay que limitarse
a viajar a través de los libros, tratando tal vez de releer porque la masa no
está para bollos. El tipo de cambio de nuestro país es desconocido, el oficial es
un mito y el real o paralelo innombrable, fuera del alcance del devaluado sueldo
de los profesores y además no hay dólares. Si nuestros antepasados no hubiesen defenestrado
a Emparan, posiblemente nos estaríamos manejado en euros bajo la apacible
supervisión de un Virrey. Si esto les suena como un descabellado retroceso al
pasado, para mi resulta más atractivo que la regresión que actualmente se
gestiona a diario desde las más altas esferas del poder.
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