El espía que vino de Rusia.
Cuando yo ingresé en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela en septiembre de 1957 me tocó estudiar en la sección C. Éramos alrededor de trecientos estudiantes repartidos en tres secciones. Empezando el año siguiente, justo después de la caída de Pérez Jiménez, se creó una nueva sección, la D, donde fueron inscritos tanto los estudiantes que estaban exiliados en el exterior por razones políticas como aquellos que no habían podido hacerlo en septiembre por carecer de los 750 bolívares que representaba el 50% de la matrícula y que no eran conchas de ajo con un tipo de cambio de 3.35 bolívares por dólar. Yo estudié hasta cuarto año de bachillerato en el liceo Roscio de San Juan de los Morros y me tuve que venir a terminar en Caracas el bachillerato, pues en la ciudad donde me crié el liceo oficial era la única institución de educación superior y en él no se dictaba el quinto año. En Caracas mis abuelos maternos me acogieron en la casita que tenían de Gloria a Sucre 23 en la parroquia La Pastora. Por la zonificación escolar me tocaba estudiar en el liceo Fermín Toro, pero éste había sido cerrado por la dictadura ya que su proximidad al palacio de Miraflores lo había convertido en un verdadero polvorín revolucionario. La infructuosa búsqueda de un cupo en los prestigiosos liceos públicos como el Andrés Bello y el de Aplicación la narré hace muchos años en la prensa nacional en un artículo que titulé “La militarización del Fermín Toro”, el cual está en las entradas del 2007 de esta bitácora. La publicación se refiere a la solución que el gobierno encontró para la población flotante que había surgido del Fermín Toro, de los liceos del interior y de algunos institutos privados de Caracas en los cuales tampoco se dictaba quinto año. Nos dieron la oportunidad de inscribirnos en el liceo “Provisional No. 2”, asentado en una pequeña quinta en San Bernardino y en el cual sólo se dictaban cuarto y quinto año. Durante nuestra estancia en San Bernardino el nuevo liceo fue bautizado con el nombre de Carlos Soublette, en honor a los méritos cívicos del militar guaireño. Allí descubrí que lo único improvisado era el local, ya que los profesores eran personas con bastante experiencia, que provenían del clausurado Fermín Toro. Me acuerdo de los nombres de todos ellos, incluyendo los apodos, pero quisiera hacer mención especial a mi profesor de Mineralogía y Geología, Rodolfo Loero Arismendi, fundador del Instituto Universitario de Tecnología Industrial que hoy se conoce con las siglas de IUTIRLA. En el diminuto patio del liceo trabé amistad con Abraham Abreu, quien estaba terminando su bachillerato en humanidades y era mi vecino de La Pastora. Muchos de los estudiantes de bachillerato en Física y Matemáticas, única vez que se otorgó tal título en Venezuela, una vez graduados fuimos a parar a las aulas de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela. Tanto Raúl Leoni Flores como yo formamos parte cinco años después, en agosto de 1962, de la undécima promoción de ingenieros electricistas de la UCV.
Al ingresar a la Universidad Central me dieron clases un selecto grupo de profesores, algunos experimentados y un par de jóvenes que cobraron excelente fama con el curso de los años, a saber: en Análisis Matemático me tocó Enrique Castillo Pinto, en Geometría Analítica Alonso Pérez Luciani, Harry Osers en Geometría Descriptiva, Reclus Roca Vila en Física I, Isaac Budowsky en Química, Clemente Pereda en Inglés, Antonio Carranza en Dibujo I y José Antonio Calcaño y Clemente Pereda en Humanidades I. En ese entonces todos los cursos se dictaban por año, pero Humanidades la daban por semestre dos profesores que al final entregaban una sola nota. A mi sección le tocó en el primer semestre el profesor Calcaño, que apoyado en los acordes que sacaba de un desvencijado piano que había en el aula, nos hablaba de música y de los coros gregorianos. En el segundo semestre, en los albores de la democracia, el profesor Clemente Pereda se deleitaba hablándonos de la caverna socrática y a nosotros nos encantaba escucharlo. He señalado a Carranza como mi profesor de dibujo, pero nunca lo vimos por los salones de dibujo ya que el curso lo manejó un estudiante que estaba finalizando la carrera de ingeniería eléctrica. Este preparador era un catire mala sangre de quien ni siquiera mencionaré su apodo, que me cogió tirria desde el primer día de clases. Todo se originó porque el rubio instructor nos pidió que en un recuadro de la primera lámina escribiéramos cualquier cosa. Como si fuéramos muchachitos de primaria y no universitarios, un grupito formado por gente que venía del Soublette nos pusimos a asentar los nombres de Anselmo Jones, Telomé Terán Delgado y toda esa fauna de personajes con nombres equívocos y a reírnos de nuestra gracia. Más vale que no, tal fue su injustificado y eterno encono, que el trece que saqué en dibujo fue mi nota más baja en primer año y eso que me ayudaron el 19 y el 20 que obtuve en las dos láminas que corrigió Julio el peruano, otro preparador que era bastante conocido en la facultad por ser muy buen jugador de fútbol; Julio quedó a cargo del curso durante una visita de dos semanas que el catire hiciera a alguna instalación industrial ubicada en el interior de la república. Mi promedio en primer año fue de algo más de 16 y fui uno de los pocos estudiantes que aprobó las ocho materias sin ir a reparación, o sea que pasó liso. Se dice que fuimos ocho dentro de una población de casi cuatrocientos estudiantes, lo cual a mi me suena como una leyenda urbana, pero la cifra no debe estar muy alejada de la realidad.
En el profesor Pereda encontré a una persona que se esforzaba por conocer y aprenderse el nombre y el apellido de cada uno de nosotros. Para él un alumno era un ser humano y no un nombre en una lista al cual había que ponerle una nota. Esta conducta yo mismo la he puesto en práctica en los cuarenta y ocho años que he transitado por las aulas como profesor universitario. También soy irreverente y llamo al pan, pan y al vino, vino cuando hace falta. El ingeniero civil y escritor Gustavo Flamerich, quien también cursó primer año de ingeniería en la UCV en 1957 pero en una sección distinta a la mía, fue alumno del profesor Pereda y recogió en su novela “Todo sucedió en un año: julio 1957-julio1958” algunas anécdotas sobre él. Notable es aquella de que el primer día de clases gritó “Al último le cae…” y emprendió veloz carrera hacia el aula que le correspondía, con los alumnos siguiéndolo a tropel. Pereda es uno de los pocos personajes que Gustavo menciona en su obra sin disfrazarlo tras un seudónimo. Dicho sea de paso “Todo sucedió…”, publicada en 2012 está ambientada en el entorno de la caída de Pérez Jiménez y los interesados pueden adquirirla de manos del propio autor en el sitio www.todosucedio.com. Para los lectores jóvenes debo aclarar que lo que le iba a caer al perdedor era la madre, expresión no siempre muy ofensiva. No me imaginaba que aún de estudiante iba a trabar una profunda amistad con aquel imponente señor, que lucía una poblada barba de perilla acompañada de un no menos frondoso bigote, corbata de pajarita, o de lacito que es el término más común en mi país, y que siempre vestía un elegante terno (saco, pantalón y chaleco, o flux de tres piezas como diríamos en Venezuela), hiciera frío o calor. Estos rasgos los he tratado de captar en la ilustración que acompaña esta breve crónica, en cuya elaboración he vuelto con aprehensión pero con alegría, a mi más temprana vocación: la de dibujante.
Organizando los libros que he atesorado con el curso de los años, me encontré con un ejemplar de “La hora veinticinco”, del escritor rumano C. Virgil Gheorghiu. La novela, publicada en 1949, es una de las escasas aproximaciones literarias que se han hecho sobre la participación de los países satélites de Alemania en la persecución de los judíos durante la segunda guerra mundial. El ejemplar que yo poseo corresponde a la 23ª impresión de setiembre de 1955 de la primera edición en español realizada en Buenos Aires por Emecé Editores y me fue obsequiada en 1961 por el profesor Pereda, quien estaba consciente de mi condición de estudiante de ingeniería apasionado por la lectura. La dedicatoria escrita en la primera página reza: “A mi buen amigo Luis F. Loreto R. en testimonio de perdurable afecto. Clemente Pereda. UCV, 1961.” Yo anoté, en la última página, la fecha en que recibí el ejemplar: el 22 de abril de 1961, que hoy en día es muy fácil determinar que fue sábado. No me acuerdo muy bien de los detalles, pero debe haber sido en el pequeño apartamento que él ocupaba en la vecindad de la iglesia de San Pedro, sitio en el cual algunos de sus más afectos pupilos íbamos a visitarlo. Allí pudimos contemplar una muestra más extensa de sus “manchas”, producción artística que basaba en el derrame de tinta china a la aguada sobre cartulinas previamente tratadas al azar con algún material grasoso. También exhibía entre las paredes atestadas de libros algunos óleos de su autoría, realizados en pequeño formato, pero todos de un alto contenido erótico. Lo de las manchas me trae a la memoria un doce de febrero cuando lo detuvieron en La Victoria, estado Aragua, por ser un espía ruso infiltrado entre los estudiantes, acontecimiento del cual saqué el título de estas líneas. En esa fecha en Venezuela se celebra el día de la juventud, en conmemoración a la batalla de La Victoria, ganada en 1814 por José Félix Ribas con el respaldo de jóvenes del Seminario y de la Universidad de Caracas. Lo de los rusos era en ese entonces la única forma que los ignaros funcionarios de la Dirección General de Policía (DIGEPOL) tenían para combatir la condición de afectos al imperialismo yanqui que a ellos les atribuían. La Digepol vino a llenar el vacío que había dejado la desaparición de la policía política de Pérez Jiménez, la Seguridad Nacional y fue la antecesora de la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención, DISIP, hoy reemplazada por el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN). Mi apreciado compañero de tesis y amigo de tantos años Gonzalo Van Der Dys realizó una parodia de la canción Don Quijote que popularizaron Los Cinco Latinos, un grupo argentino de rock and roll creado en 1957, considerado como el precursor del rock latino. Si desean ponerle música a los versos que siguen, abran el enlace http://youtu.be/T56kI16z5dM. Gonzalo también fue el autor de una parodia de Violetas Imperiales a la cual llamó Violetas Integrales, que era un recurso nemotécnico para grabarse el concepto de integral según Riemann. De las estrofas de Don Clemente, recuerdo estas:
Mis amigos me acusan de que mi memoria es mi mayor virtud y a la vez mi mayor defecto, pero creo que estoy muy lejos de haber podido almacenar en mi cerebro una data tan amplia como la del profesor Pereda. Quisiera cerrar estas líneas mencionando que a mediados de los años setenta, cuando ya yo había realizado mi posgrado, había trabajado en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela y en la Creole Petroleum Corporation y me encontraba laborando en la Universidad Simón Bolívar, desde mi carro y en los alrededores de la panadería La Mansión de La Trinidad divisé a través de la isla divisoria la inconfundible figura del profesor Pereda. Casi saliéndome del vehículo le grité “Clemente Pereda, Clemente Pereda”. Él volteó, dudo por unos pocos segundos y luego, subiendo y bajando el brazo derecho un par de veces me señaló y con una sonrisa que le cruzaba el rostro me contestó a viva voz: “Luis Loreto, Luis Loreto”
Al ingresar a la Universidad Central me dieron clases un selecto grupo de profesores, algunos experimentados y un par de jóvenes que cobraron excelente fama con el curso de los años, a saber: en Análisis Matemático me tocó Enrique Castillo Pinto, en Geometría Analítica Alonso Pérez Luciani, Harry Osers en Geometría Descriptiva, Reclus Roca Vila en Física I, Isaac Budowsky en Química, Clemente Pereda en Inglés, Antonio Carranza en Dibujo I y José Antonio Calcaño y Clemente Pereda en Humanidades I. En ese entonces todos los cursos se dictaban por año, pero Humanidades la daban por semestre dos profesores que al final entregaban una sola nota. A mi sección le tocó en el primer semestre el profesor Calcaño, que apoyado en los acordes que sacaba de un desvencijado piano que había en el aula, nos hablaba de música y de los coros gregorianos. En el segundo semestre, en los albores de la democracia, el profesor Clemente Pereda se deleitaba hablándonos de la caverna socrática y a nosotros nos encantaba escucharlo. He señalado a Carranza como mi profesor de dibujo, pero nunca lo vimos por los salones de dibujo ya que el curso lo manejó un estudiante que estaba finalizando la carrera de ingeniería eléctrica. Este preparador era un catire mala sangre de quien ni siquiera mencionaré su apodo, que me cogió tirria desde el primer día de clases. Todo se originó porque el rubio instructor nos pidió que en un recuadro de la primera lámina escribiéramos cualquier cosa. Como si fuéramos muchachitos de primaria y no universitarios, un grupito formado por gente que venía del Soublette nos pusimos a asentar los nombres de Anselmo Jones, Telomé Terán Delgado y toda esa fauna de personajes con nombres equívocos y a reírnos de nuestra gracia. Más vale que no, tal fue su injustificado y eterno encono, que el trece que saqué en dibujo fue mi nota más baja en primer año y eso que me ayudaron el 19 y el 20 que obtuve en las dos láminas que corrigió Julio el peruano, otro preparador que era bastante conocido en la facultad por ser muy buen jugador de fútbol; Julio quedó a cargo del curso durante una visita de dos semanas que el catire hiciera a alguna instalación industrial ubicada en el interior de la república. Mi promedio en primer año fue de algo más de 16 y fui uno de los pocos estudiantes que aprobó las ocho materias sin ir a reparación, o sea que pasó liso. Se dice que fuimos ocho dentro de una población de casi cuatrocientos estudiantes, lo cual a mi me suena como una leyenda urbana, pero la cifra no debe estar muy alejada de la realidad.
En el profesor Pereda encontré a una persona que se esforzaba por conocer y aprenderse el nombre y el apellido de cada uno de nosotros. Para él un alumno era un ser humano y no un nombre en una lista al cual había que ponerle una nota. Esta conducta yo mismo la he puesto en práctica en los cuarenta y ocho años que he transitado por las aulas como profesor universitario. También soy irreverente y llamo al pan, pan y al vino, vino cuando hace falta. El ingeniero civil y escritor Gustavo Flamerich, quien también cursó primer año de ingeniería en la UCV en 1957 pero en una sección distinta a la mía, fue alumno del profesor Pereda y recogió en su novela “Todo sucedió en un año: julio 1957-julio1958” algunas anécdotas sobre él. Notable es aquella de que el primer día de clases gritó “Al último le cae…” y emprendió veloz carrera hacia el aula que le correspondía, con los alumnos siguiéndolo a tropel. Pereda es uno de los pocos personajes que Gustavo menciona en su obra sin disfrazarlo tras un seudónimo. Dicho sea de paso “Todo sucedió…”, publicada en 2012 está ambientada en el entorno de la caída de Pérez Jiménez y los interesados pueden adquirirla de manos del propio autor en el sitio www.todosucedio.com. Para los lectores jóvenes debo aclarar que lo que le iba a caer al perdedor era la madre, expresión no siempre muy ofensiva. No me imaginaba que aún de estudiante iba a trabar una profunda amistad con aquel imponente señor, que lucía una poblada barba de perilla acompañada de un no menos frondoso bigote, corbata de pajarita, o de lacito que es el término más común en mi país, y que siempre vestía un elegante terno (saco, pantalón y chaleco, o flux de tres piezas como diríamos en Venezuela), hiciera frío o calor. Estos rasgos los he tratado de captar en la ilustración que acompaña esta breve crónica, en cuya elaboración he vuelto con aprehensión pero con alegría, a mi más temprana vocación: la de dibujante.
Organizando los libros que he atesorado con el curso de los años, me encontré con un ejemplar de “La hora veinticinco”, del escritor rumano C. Virgil Gheorghiu. La novela, publicada en 1949, es una de las escasas aproximaciones literarias que se han hecho sobre la participación de los países satélites de Alemania en la persecución de los judíos durante la segunda guerra mundial. El ejemplar que yo poseo corresponde a la 23ª impresión de setiembre de 1955 de la primera edición en español realizada en Buenos Aires por Emecé Editores y me fue obsequiada en 1961 por el profesor Pereda, quien estaba consciente de mi condición de estudiante de ingeniería apasionado por la lectura. La dedicatoria escrita en la primera página reza: “A mi buen amigo Luis F. Loreto R. en testimonio de perdurable afecto. Clemente Pereda. UCV, 1961.” Yo anoté, en la última página, la fecha en que recibí el ejemplar: el 22 de abril de 1961, que hoy en día es muy fácil determinar que fue sábado. No me acuerdo muy bien de los detalles, pero debe haber sido en el pequeño apartamento que él ocupaba en la vecindad de la iglesia de San Pedro, sitio en el cual algunos de sus más afectos pupilos íbamos a visitarlo. Allí pudimos contemplar una muestra más extensa de sus “manchas”, producción artística que basaba en el derrame de tinta china a la aguada sobre cartulinas previamente tratadas al azar con algún material grasoso. También exhibía entre las paredes atestadas de libros algunos óleos de su autoría, realizados en pequeño formato, pero todos de un alto contenido erótico. Lo de las manchas me trae a la memoria un doce de febrero cuando lo detuvieron en La Victoria, estado Aragua, por ser un espía ruso infiltrado entre los estudiantes, acontecimiento del cual saqué el título de estas líneas. En esa fecha en Venezuela se celebra el día de la juventud, en conmemoración a la batalla de La Victoria, ganada en 1814 por José Félix Ribas con el respaldo de jóvenes del Seminario y de la Universidad de Caracas. Lo de los rusos era en ese entonces la única forma que los ignaros funcionarios de la Dirección General de Policía (DIGEPOL) tenían para combatir la condición de afectos al imperialismo yanqui que a ellos les atribuían. La Digepol vino a llenar el vacío que había dejado la desaparición de la policía política de Pérez Jiménez, la Seguridad Nacional y fue la antecesora de la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención, DISIP, hoy reemplazada por el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN). Mi apreciado compañero de tesis y amigo de tantos años Gonzalo Van Der Dys realizó una parodia de la canción Don Quijote que popularizaron Los Cinco Latinos, un grupo argentino de rock and roll creado en 1957, considerado como el precursor del rock latino. Si desean ponerle música a los versos que siguen, abran el enlace http://youtu.be/T56kI16z5dM. Gonzalo también fue el autor de una parodia de Violetas Imperiales a la cual llamó Violetas Integrales, que era un recurso nemotécnico para grabarse el concepto de integral según Riemann. De las estrofas de Don Clemente, recuerdo estas:
Los libros cuentan la historia/ del caballero y señor/ que en tierras de La Victoria/ lo rodó la, lo rodó la Digepol./ Don Clemente, don Clemente,/ jamás vendía sus manchas…
Esto del espía ruso me lo contaron cuando la noticia era fresca y lo creí por completo, a pesar de no haber estado ahí. Más adelante me convencí que no pequé de crédulo cuando viví personalmente una experiencia similar, pues me tomaron por el traductor de un grupo que de rusos sólo tenían la estatura o la tez, mas no los apellidos: Niremberg, Stockhausen, Grimaldi, Christiansen. Sucedió en 1962, camino al complejo hidroeléctrico de Guri, días antes de recibir nuestros títulos de ingenieros, pero es una historia que amerita su propia crónica. Volviendo a los avatares del profesor Pereda todos sabíamos, sin habérselo preguntado a nadie, que él era un autoexiliado portorriqueño, que se oponía fieramente a que su tierra natal la convirtieran en un Estado Libre Asociado que para él no era ni estado, ni libre, ni asociado. Debo decir que si el profesor Pereda estuviera vivo en este siglo XXI, tampoco regresaría a Puerto Rico, porque nada ha cambiado desde ese entonces; la querida Borinquen, en 2013, es uno de los tres estados de la Unión en los cuales sus ciudadanos no tienen derecho a elegir al presidente de la nación. Por los trabajos del profesor Benigno Trigo, de la Vanderbilt University, he venido a saber que en 1934 el profesor Pereda ayunó siete días en protesta contra la Resolución en Solicitud de la Estadidad de Puerto Rico, realizada en ese entonces por el presidente de la Cámara de Representantes. El trabajo del profesor Trigo puede consultarse en el enlace http://es.dir.groups.yahoo.com/group/noticias-universitarias/message/57172?l=1, en donde también incluye la entrevista que le realizara vía SKYPE al ingeniero Clemente Pereda Berríos, el mayor de los cuatro hijos que tuvo don Clemente. Coincido con el colega Pereda Berríos en que su papá no era ningún antiyanqui, pero si un amante de la democracia que sólo deseaba ver un Puerto Rico libre que conservara su carácter hispano. Nosotros, que nos llenábamos la boca gritando “abajo el imperialismo yanqui”, jamás oímos al profesor Pereda emitir tan infantil consigna. En La Victoria seguro que se había unido a las protestas que los estudiantes realizaban en contra de las desviaciones que las tribus políticas introducían sutilmente en el sistema democrático. Esta conducta abusiva del poder lo que hizo fue crecer sin medida a lo largo de la llamada vida democrática de Venezuela y hoy cosechamos lo que antes sembramos.
Mis amigos me acusan de que mi memoria es mi mayor virtud y a la vez mi mayor defecto, pero creo que estoy muy lejos de haber podido almacenar en mi cerebro una data tan amplia como la del profesor Pereda. Quisiera cerrar estas líneas mencionando que a mediados de los años setenta, cuando ya yo había realizado mi posgrado, había trabajado en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela y en la Creole Petroleum Corporation y me encontraba laborando en la Universidad Simón Bolívar, desde mi carro y en los alrededores de la panadería La Mansión de La Trinidad divisé a través de la isla divisoria la inconfundible figura del profesor Pereda. Casi saliéndome del vehículo le grité “Clemente Pereda, Clemente Pereda”. Él volteó, dudo por unos pocos segundos y luego, subiendo y bajando el brazo derecho un par de veces me señaló y con una sonrisa que le cruzaba el rostro me contestó a viva voz: “Luis Loreto, Luis Loreto”
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