El espía que vino de Rusia.

Al ingresar a la Universidad Central me dieron clases un selecto grupo de profesores, algunos experimentados y un par de jóvenes que cobraron excelente fama con el curso de los años, a saber: en Análisis Matemático me tocó Enrique Castillo Pinto, en Geometría Analítica Alonso Pérez Luciani, Harry Osers en Geometría Descriptiva, Reclus Roca Vila en Física I, Isaac Budowsky en Química, Clemente Pereda en Inglés, Antonio Carranza en Dibujo I y José Antonio Calcaño y Clemente Pereda en Humanidades I. En ese entonces todos los cursos se dictaban por año, pero Humanidades la daban por semestre dos profesores que al final entregaban una sola nota. A mi sección le tocó en el primer semestre el profesor Calcaño, que apoyado en los acordes que sacaba de un desvencijado piano que había en el aula, nos hablaba de música y de los coros gregorianos. En el segundo semestre, en los albores de la democracia, el profesor Clemente Pereda se deleitaba hablándonos de la caverna socrática y a nosotros nos encantaba escucharlo. He señalado a Carranza como mi profesor de dibujo, pero nunca lo vimos por los salones de dibujo ya que el curso lo manejó un estudiante que estaba finalizando la carrera de ingeniería eléctrica. Este preparador era un catire mala sangre de quien ni siquiera mencionaré su apodo, que me cogió tirria desde el primer día de clases. Todo se originó porque el rubio instructor nos pidió que en un recuadro de la primera lámina escribiéramos cualquier cosa. Como si fuéramos muchachitos de primaria y no universitarios, un grupito formado por gente que venía del Soublette nos pusimos a asentar los nombres de Anselmo Jones, Telomé Terán Delgado y toda esa fauna de personajes con nombres equívocos y a reírnos de nuestra gracia. Más vale que no, tal fue su injustificado y eterno encono, que el trece que saqué en dibujo fue mi nota más baja en primer año y eso que me ayudaron el 19 y el 20 que obtuve en las dos láminas que corrigió Julio el peruano, otro preparador que era bastante conocido en la facultad por ser muy buen jugador de fútbol; Julio quedó a cargo del curso durante una visita de dos semanas que el catire hiciera a alguna instalación industrial ubicada en el interior de la república. Mi promedio en primer año fue de algo más de 16 y fui uno de los pocos estudiantes que aprobó las ocho materias sin ir a reparación, o sea que pasó liso. Se dice que fuimos ocho dentro de una población de casi cuatrocientos estudiantes, lo cual a mi me suena como una leyenda urbana, pero la cifra no debe estar muy alejada de la realidad.
En el profesor Pereda encontré a una persona que se esforzaba por conocer y aprenderse el nombre y el apellido de cada uno de nosotros. Para él un alumno era un ser humano y no un nombre en una lista al cual había que ponerle una nota. Esta conducta yo mismo la he puesto en práctica en los cuarenta y ocho años que he transitado por las aulas como profesor universitario. También soy irreverente y llamo al pan, pan y al vino, vino cuando hace falta. El ingeniero civil y escritor Gustavo Flamerich, quien también cursó primer año de ingeniería en la UCV en 1957 pero en una sección distinta a la mía, fue alumno del profesor Pereda y recogió en su novela “Todo sucedió en un año: julio 1957-julio1958” algunas anécdotas sobre él. Notable es aquella de que el primer día de clases gritó “Al último le cae…” y emprendió veloz carrera hacia el aula que le correspondía, con los alumnos siguiéndolo a tropel. Pereda es uno de los pocos personajes que Gustavo menciona en su obra sin disfrazarlo tras un seudónimo. Dicho sea de paso “Todo sucedió…”, publicada en 2012 está ambientada en el entorno de la caída de Pérez Jiménez y los interesados pueden adquirirla de manos del propio autor en el sitio www.todosucedio.com. Para los lectores jóvenes debo aclarar que lo que le iba a caer al perdedor era la madre, expresión no siempre muy ofensiva. No me imaginaba que aún de estudiante iba a trabar una profunda amistad con aquel imponente señor, que lucía una poblada barba de perilla acompañada de un no menos frondoso bigote, corbata de pajarita, o de lacito que es el término más común en mi país, y que siempre vestía un elegante terno (saco, pantalón y chaleco, o flux de tres piezas como diríamos en Venezuela), hiciera frío o calor. Estos rasgos los he tratado de captar en la ilustración que acompaña esta breve crónica, en cuya elaboración he vuelto con aprehensión pero con alegría, a mi más temprana vocación: la de dibujante.

Los libros cuentan la historia/ del caballero y señor/ que en tierras de La Victoria/ lo rodó la, lo rodó la Digepol./ Don Clemente, don Clemente,/ jamás vendía sus manchas…
Esto del espía ruso me lo contaron cuando la noticia era fresca y lo creí por completo, a pesar de no haber estado ahí. Más adelante me convencí que no pequé de crédulo cuando viví personalmente una experiencia similar, pues me tomaron por el traductor de un grupo que de rusos sólo tenían la estatura o la tez, mas no los apellidos: Niremberg, Stockhausen, Grimaldi, Christiansen. Sucedió en 1962, camino al complejo hidroeléctrico de Guri, días antes de recibir nuestros títulos de ingenieros, pero es una historia que amerita su propia crónica. Volviendo a los avatares del profesor Pereda todos sabíamos, sin habérselo preguntado a nadie, que él era un autoexiliado portorriqueño, que se oponía fieramente a que su tierra natal la convirtieran en un Estado Libre Asociado que para él no era ni estado, ni libre, ni asociado. Debo decir que si el profesor Pereda estuviera vivo en este siglo XXI, tampoco regresaría a Puerto Rico, porque nada ha cambiado desde ese entonces; la querida Borinquen, en 2013, es uno de los tres estados de la Unión en los cuales sus ciudadanos no tienen derecho a elegir al presidente de la nación. Por los trabajos del profesor Benigno Trigo, de la Vanderbilt University, he venido a saber que en 1934 el profesor Pereda ayunó siete días en protesta contra la Resolución en Solicitud de la Estadidad de Puerto Rico, realizada en ese entonces por el presidente de la Cámara de Representantes. El trabajo del profesor Trigo puede consultarse en el enlace http://es.dir.groups.yahoo.com/group/noticias-universitarias/message/57172?l=1, en donde también incluye la entrevista que le realizara vía SKYPE al ingeniero Clemente Pereda Berríos, el mayor de los cuatro hijos que tuvo don Clemente. Coincido con el colega Pereda Berríos en que su papá no era ningún antiyanqui, pero si un amante de la democracia que sólo deseaba ver un Puerto Rico libre que conservara su carácter hispano. Nosotros, que nos llenábamos la boca gritando “abajo el imperialismo yanqui”, jamás oímos al profesor Pereda emitir tan infantil consigna. En La Victoria seguro que se había unido a las protestas que los estudiantes realizaban en contra de las desviaciones que las tribus políticas introducían sutilmente en el sistema democrático. Esta conducta abusiva del poder lo que hizo fue crecer sin medida a lo largo de la llamada vida democrática de Venezuela y hoy cosechamos lo que antes sembramos.
Mis amigos me acusan de que mi memoria es mi mayor virtud y a la vez mi mayor defecto, pero creo que estoy muy lejos de haber podido almacenar en mi cerebro una data tan amplia como la del profesor Pereda. Quisiera cerrar estas líneas mencionando que a mediados de los años setenta, cuando ya yo había realizado mi posgrado, había trabajado en la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela y en la Creole Petroleum Corporation y me encontraba laborando en la Universidad Simón Bolívar, desde mi carro y en los alrededores de la panadería La Mansión de La Trinidad divisé a través de la isla divisoria la inconfundible figura del profesor Pereda. Casi saliéndome del vehículo le grité “Clemente Pereda, Clemente Pereda”. Él volteó, dudo por unos pocos segundos y luego, subiendo y bajando el brazo derecho un par de veces me señaló y con una sonrisa que le cruzaba el rostro me contestó a viva voz: “Luis Loreto, Luis Loreto”
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