El equilibrio racial


En una típica conversación de cafetín, en una madrugada previa al dictado de las clases, un joven profesor e investigador, con doctorado en su especialidad obtenido en una prestigiosa universidad sueca, me comentó que cada vez que se identificaba en algún sitio del país como profesor de la Universidad Simón Bolívar, le preguntaban que si era profesor de deportes. Por supuesto que no es por el físico atlético, que sí lo tiene, sino por el color oscuro de su piel y por el cabello rizoso. Esto me recuerda que a pesar del cacareado equilibrio racial de la nación venezolana, la discriminación va más allá de los consabidos chistes (blanco con bata, médico; negro con bata, chichero). De paso quiero mencionar que si en la USB hay algún entrenador deportivo barrigón, esa es más bien la excepción que confirma la regla. Para muestras positivas desde los inicios de la Universidad Simón Bolívar hasta el presente, ahí están John Muñoz, Pancho Seijas (la figura más feliz de la delegación venezolana en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004), Ramón Montezuma (el maloso), Humberto Liendo y Jesús Fuentes.
James Meredith escoltado.
Cuando llegué a Nueva York a finales de septiembre de 1962 a estudiar inglés durante un trimestre para después emprender un postgrado, la gran noticia en la gran manzana era la pretensión de un estudiante de color (como si los demás fueran incoloros, en las palabras del cubano Manolo Oliva) de estudiar en Ole Miss, una clasista universidad sureña. Tengo grabada en mi mente la frase que escuche por la radio en los primeros días de octubre de ese año: “Negro James Meredith is now attending University of Mississippi”. Y escribo la palabra “Negro” con mayúsculas no porque esté al principio de la oración, sino porque así apareció entonces en los medios impresos, como si fuera parte del nombre y el apellido, tal como se puede verificar a través de los documentos de la época recogidos en la Internet. “Nigro” era la forma como los locutores pronunciaban la palabra negro. Para Meredith asistir a su primera clase, no sólo se necesitó de una posición clara y definida por parte del presidente Kennedy, sino que el estudiante tuvo que hacerlo escoltado por agentes federales. Abundaron las manifestaciones en contra y se registró la detención de doscientos amotinados.
En los pasillos de alguno de los pequeños edificios del Queens College de la ciudad de Nueva York y de boca de un compañero de Puerto Rico, aprendí que esa metrópolis está habitada por tres razas: negros, blancos y portorriqueños.
—No tienes sino que fijarte en lo que dice el periódico, Luis: The tension escalated in riots between whites, blacks and Puerto Ricans…
Bajo esa óptica, me imagino que en Chicago habría que añadir la raza de los Mexicans. Se supone que en inglés la palabra “negro” no es peyorativa, como sí lo es su derivada “nigger", pero hay que tener cuidado al usar la primera. Estando yo estudiando en Chicago fue a visitarme mi hermano Carlos Daza. Me llamó por teléfono desde Nueva York, nos pusimos de acuerdo para encontrarnos en “The Loop” donde lo iba a dejar el transporte terrestre que él tomaría en el aeropuerto de O’Hare. Del centro abordamos un autobús hacia el sur, en el cual los únicos blancos éramos los dos hermanos. Recordando a diversos miembros de la familia, surgió en la conversación nuestro primo Juan Bautista Rodríguez Loreto, a quien le decimos con cariño “El negro” simplemente por que sus otros dos hermanos, Gustavo y Abel, son catires y él no. Algo similar pasa con el colega Rafael López, el conocido Negro López del softbol, el baloncesto y las bicicletas. Cuando Carlos pronunció las palabras “el negro”, los pasajeros del colectivo mostraron su incomodidad tratando de reacomodarse en sus asientos casi al unísono y parecía como si el autobús hubiera caído en un inexistente bache.
Los hispanoparlantes del Illinois Institute of Technology (IIT) cuando hablábamos en español, si nos referíamos a alguna mujer negra, generalmente por sus buenos atributos físicos, le decíamos “la colorada” por aquello de “color people”. Una vez andábamos caminando por las afueras del IIT el italiano Giovanni “Nino” Marzullo, el japonés Noboru Hattori, el cubano Manolo Oliva, el mexicano Santiago Chuck, el hindú Ramashankar Sing (mi compañero de habitación en las residencias) y yo. Cuando pasamos por una calle de una manzana vacía que separaba las residencias principales de otro lote de alojamiento más pequeño, apareció un grupo de negros que apartaron a Mr. Sing de nosotros, quizás identificándolo como hermano de raza por su tez obscura a pesar de lo lacio de su cabellera, y empezaron a lanzarnos objetos. Íbamos hablando en inglés, pero cuando los latinos reaccionamos en forma automática profiriendo insolencias en español, encabezadas por alguna referencia a sus madres, nos vieron con ojos raros y nos dejaron tranquilos.
Tres comunidades negras ocupaban igual número de puntos cardinales alrededor del IIT. Hacia el oeste y después de pasar la línea del tren, habitaba una comunidad de blancos, mayoritariamente de origen italiano. A esta última zona nos desplazábamos cuando queríamos bebernos unas cervecitas o comernos una hamburguesa distinta a las de McDonald's, que en ese entonces salían en un solo formato: carne delgadita, pan sencillo, pero eso sí, con las mejores papitas fritas. Las de los italianos venían con una laja de carne gruesa y el pan tenía semillas de ajonjolí. Cuando los latinos comíamos pizza, lo cual no ocurría con mucha frecuencia por lo vacío de nuestros bolsillos, nos las enviaban a domicilio. Una vez Nino, el salvadoreño Luis René Cáceres y yo salíamos de un sitio de la localidad oeste, después de habernos tomado algo y nos preguntó un negro de aspecto muy humilde, en tono temeroso, que si ahí le despachaban a los negros. Le contestamos que no sabíamos, pero que tenían que atenderle, a juro. Quizás arrepentido de haber preguntado, por lo belicoso de nuestra respuesta, nos dijo:
Look men, I mean no trouble.
Afortunadamente no discriminaban, porque con el furor de los tragos (a veces lo que aflora es una pena sensiblera, como dice la canción) quién sabe que barrabasada hubiéramos cometido.

Estando yo visitando en Atlanta al colega y amigo Jesús Peña, que estaba sacando su doctorado en Georgia Tech, terminamos reuniéndonos varios venezolanos y un colombiano, salimos y nos bebimos más de una cerveza. Alguien propuso ir a Underground Atlanta, un área histórica de cinco cuadras que quedó sepultada bajo la vialidad de concreto que se construyó en los años veinte para aliviar el tránsito vehicular. En el 78 faltaban todavía dos años para que la zona fuera afectada por la construcción del metro de Atlanta y se había convertido en un lugar bastante peligroso en horas nocturnas. Esa noche estacionamos sin ponerle monedas al parquímetro y descendimos, cada uno con una botella medio llena o medio vacía en la mano. Había muy poca gente en las calles subterráneas y en cada esquina un robusto policía recordaba que había que portarse bien. Yo diría que todos estaban borrachos menos yo, pero no porque sea el que está contando el cuento, sino porque a ellos los trastornó el bajo contenido alcohólico de la insípida cerveza gringa, pero no a mí, que acababa de llegar de Venezuela e iba bien entrenado por la bebida del oso. Apenas bajamos la primera escalera y vislumbramos la ciudad subterránea, a uno de nosotros se le cayó de la mano la botella de cerveza y el ruido que hizo al romperse fue amplificado por la resonancia del ambiente cerrado. Mas fuerte resonaron, sin embargo,  las imprecaciones que soltó en español. Esto, unido a nuestro innegable aspecto de latinos y al hecho de que se entendía que hablábamos en español, provocó la fuga de los pocos presentes. Esta vez fuimos nosotros los discriminados, porque a pesar de que ninguno era de tez obscura, todos nos expresábamos en la lengua de los violentos.
Para los angloparlantes, la palabra negro se refiere a una persona cuyas raíces están en el África negra. El término fue aceptado como menos ofensivo que “black” hasta la época de los movimientos de los derechos civiles, años cincuenta y sesenta del pasado siglo. La palabra fue objetada, por su asociación con una larga historia de esclavitud, segregación y discriminación que trataba a los afrodescendientes norteamericanos como ciudadanos de segunda clase y aún peor. Desde finales de la década de 1960 se propusieron términos como “Black African”, “Afro-American”, “African American” y “Afro Descendant”. La historia contemporánea recoge a Barak Obama como el primer afroamericano en ejercer el cargo presidencial en los Estados Unidos de América. En Hispanoamérica y por su mayor alcance ha prevalecido la expresión “Afrodescendiente”, aunque en nuestras latitudes nadie se enreda por decirle negro(a) o negrito(a) a su amigo(a) de piel obscura, aun cuando los antepasados no hayan venido del África subsahariana.
Termino en tono jocoso. Un compatriota venezolano que me visitó cuando yo estaba en Atlanta de año sabático, después de haberse paseado por la ciudad, me dijo que había identificado dos problemas muy graves: la discriminación racial y la gran cantidad de negros que había por todas partes.
Referencias:

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