Las buenas cervezas.



  1. Una botella de vino Sylvaner y un chateaubriand casi crudo son el punto de partida de 62 Modelo para armar, novela de Julio Cortázar que adquirí hace algunos años y que versa sobre el vampirismo. Junto a Recuento de Luis Goytisolo, por la cual pagué en 1975 cien bolívares, 62… cae en la categoría de los libros que he comprado, he leído una buena porción y no los he terminado. “Herzog” de Saul Bellow, cuya edición de bolsillo compré el 30 de marzo de 1969 en el aeropuerto Kennedy también entraba en ese grupo. Empecé a leerlo en un vuelo de Nueva York a Caracas de ese día, pero sólo vine a terminar de leer sus 416 páginas el 17 de diciembre de 2004, más de 35 años después. Había pagado por el libro 95 centavos de dólar (a 4.40) y me imagino que no quería desperdiciar mi dinero. Pero cuando termine de leer “Recuento” o “62…” no habré batido ningún record personal, ya que en 1950 y con sólo 12 años de edad me leí, en una edición en papel biblia que me prestaron, la parte primera de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” y, a pesar de que lo he intentado varias veces, no he avanzado casi nada en la parte segunda. De paso, la cantidad de cien bolívares marca un hito, pues fue la primera vez que desembolsé una cifra de tres dígitos por un libro. Pero en esta nota la literatura sólo sirve para explicar su génesis, ya que gira en torno a la cerveza. El juicio que emití en la entrada anterior de esta bitácora, sobre la calidad del espumoso líquido al hablar de una gira de ebrios hacia Underground Atlanta, ha disparado mi memoria hacia Calabozo, Caracas, Chicago, Santo Domingo, Maiquetía y finalmente Atlanta. Espero que algunos puedan hacer memoria  de su primera borrachera o de su protagonismo en situaciones similares a las aquí presentadas.
Recuerdo muy bien la fecha y el lugar en el cual bebí mis primeras cervezas: Calabozo, Estado Guárico, un sábado de noviembre de 1950. Aun cuando Google es un buen bálsamo para hacer memoria en cosas del dominio público tales como cantantes y canciones, esta fecha la recuerdo porque mi abuela paterna María cumplía setenta años y se lo celebraron por todo el cañón. Mi abuela nació en 1880 y yo en 1938, así que sólo tenía doce años recién cumplidos el día de la parranda que se celebró en la amplia casona colonial de los Loreto Loreto. Recuerdo haber visto entre los invitados a monseñor Arturo Celestino Álvarez, Obispo de la Diócesis de Calabozo, una figura que no podía pasar inadvertida por la singular vestimenta púrpura y porque todos los asistentes le besamos el anillo. La bebida fina circulaba dentro de la casa, pero en el patio había un grupo de barriles llenos de panelas de hielo picadas con punzón y botellones de cerveza, los cuales como si se tratara de San Juan Evangelista en semana santa, quedaron en manos de los muchachos. Jóvenes y mayores amanecimos en la fiesta y a las seis de la mañana nos dirigimos todos hacia la Iglesia Catedral, a dos cuadras de la casa, a la celebración de la santa misa. Faltando una media cuadra para llegar a la puerta lateral del templo, sentí que todo me daba vuelta y decoré el centro de la calle con el contenido sólido y líquido que había estado albergado en mi estómago. Ese día juré que más nunca bebería licor, promesa que por supuesto he incumplido reiteradamente. De paso quisiera mencionar que los cien años de la abuela se los celebramos en 1980 tanto en Caracas como en El Tapiz, la hacienda de los Loreto en las afueras de Calabozo. Ella falleció en diciembre de 1988, con 108 años cumplidos.
El año escolar 57-58 estudiaba yo primer año de ingeniería en la Universidad Central y vivía con mis abuelos maternos en una casita de la parroquia La Pastora. La modesta vivienda también la compartían mi tía abuela María Teresa Rodríguez (Teté), mis tías Elba y Gladys y mi tío Carlos. Vino de visita desde el interior mi tío Fernando y salimos, los dos tíos y el sobrino, a tomarnos unas cervezas. Fernando, que toda su vida prefirió la cerveza, nos llevó a un sitio entre las esquinas de Bolsa y Pedrera, a lado del cine Palace. Las polarcitas costaban un bolívar, estaban más frías que espalda de foca y nos atendía una mesonera no muy agraciada pero bastante amable. Bastó que yo comentara lo buenas que estaban las cervezas para que mi tío Carlos, más mujeriego que bebedor aun cuando se excedía en los dos campos, propusiera mudarnos a otro lugar en el cual las cervezas eran superiores. Llegamos al nuevo bar, no muy alejado del anterior,  donde las cervezas estaban menos frías y costaban medio más, uno veinticinco. Eso sí, las mesoneras eran unas hembras  de concurso. Años más tarde en Chicago, la mejor cerveza era la de sifón (draft beer) que destilaban unos alemanes en Sieben's en la parte norte de la ciudad y ahí íbamos si la idea era bebernos unas frías. Sin embargo, si también se buscaba la compañía de féminas, había que desplazarse hacia el sur del Instituto Tecnológico de Illinois, IIT, a los bares de los alrededores de la Universidad de Chicago, en donde expedían las insípidas cervezas gringas convencionales.
Estuve en la República Dominicana en abril de 1965, una semana antes de que cayera el triunvirato presidido por el rubio Donald Ried Cabral. Mis anfitriones me llevaron a un local nocturno que era una versión a menor escala de “El Campito”, célebre lupanar que estaba en Maiquetía, en las inmediaciones   del estadio César Nieves, y al cual mis alumnos del postgrado de la Marina de Guerra llamaban "Les Champs Elysées". Aparte de las dimensiones, la única diferencia era que en Maiquetía las mujeres se desnudaban en privado. En el local de Santo Domingo presentaron un show musical en el cual cantaban hombres y mujeres. Un cantante venezolano sudó la gota gorda al tratar de interpretar "Barlovento", porque para los del acompañamiento musical eso estaba muy lejos del merengue. Alrededor del escenario bailaba una comparsa de nativas, cuyas pacatas vestiduras muy poco dejaban ver de sus atractivas figuras. El número final, con el solo de saxo de “Summer Time” como telón de fondo, estaba a cargo de una venezolana, la cual se desnudaba con lentitud para terminar mostrando los senos. Nadie es profeta en su tierra, en "La Taberna del Puerto" que estaba a media cuadra de la Calle Real de Sabana Grande, llegando al cine Broadway, muchas mujeres se desnudaron mas ninguna era venezolana. Como se verá, esto último viene más al cuento a pesar de que las cervezas abundaron.
Susana Duijm
A finales de octubre de 1978 estuve tomando un curso corto en el Instituto Tecnológico de Georgia, en Atlanta. La fecha la recuerdo con precisión porque el 30 de ese mes y ya de regreso a Venezuela, nació en Caracas mi primera hija. También recuerdo que esa fue la primera vez que vi un cajero automático, el cual entregaba los dólares dentro de unos sobres que todo el mundo descartaba de inmediato y con descuido, contaminando el ambiente. La noche anterior a mi regreso me reuní con Jesús Peña, otros venezolanos y un colombiano en el apartamento de Jesús. Salimos a tomarnos unas cervezas, yendo primero a un lugar bastante placentero llamado “Colorado Mining Company”. El bar estaba ubicado en una cabaña de madera, rodeada de abundante vegetación, sobre una de las tantas avenidas Peach Tree que hay en las afueras de Atlanta. Las sosas cervezas estaban bastante frías y la chica que cortésmente atendía la sección de la barra donde yo estaba sentado, era una especie de Susana Duijm en su máximo esplendor. Pero el colombiano propuso que fuéramos a un sitio mejor, el “Mongo Room”. De la pastoril cabaña, fuimos a parar a Down Town Atlanta, a un bar de mala muerte que se alojaba en el primer piso de una destartalada casa. Las cervezas estaban calientes y la mesa la atendía una señora vietnamita bastante mayor, pero pude entender los motivos del colombiano cuando al final empezó un show musical en el cual se desnudaba una argentina. De ahí terminamos en la cercana “Underground Atlanta”, tal como lo narré en “El equilibrio racial”, la entrada anterior de este blog.

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