Mi abuelo, el afinador de pianos.
Francisco de Paula Loreto Quintana |
Estas líneas giran en torno al abuelo que conocí, mi abuelo
materno, pero primero haré una breve referencia a mi abuelo paterno, a quien
que no conocí. Mis raíces paternas vienen del estado Guárico, de Calabozo,
mientras que las maternas son caraqueñas. Mi abuelo paterno, el hacendado Francisco
de Paula Loreto Quintana, murió joven. En su matrimonio con María Eugenia
Loreto Martí, su prima hermana, procrearon once vástagos de los cuales
Francisco de Paula, mi padre, fue el mayor. A mi abuela paterna todos la
trataban de doña María, menos los numerosos nietos, que la llamábamos abuelita
por su delgada figura. Del abuelo llanero las malas lenguas decían que cómo no
iba a estar rico, si María le paría un peón todos los años. Que yo sepa, mi
papá ayudó en las tareas propias de la finca “El Tapiz” desde muy niño, pero
cuando alcanzó la edad adecuada mi abuelo lo mandó a estudiar al liceo San José
de Los Teques, donde duró muy poco tiempo y no precisamente por bajo
rendimiento estudiantil.
Julio César Rodríguez, mi abuelo
materno, fue afinador de pianos. Nació en Valencia, Edo. Carabobo, el 21 de
junio de 1883, creció en Villa de Cura, Edo. Aragua y murió en Caracas, a la
edad de 88 años, el 29 de noviembre de 1971. Por muchos años, hasta 1943,
residió en la parroquia San Juan (Caracas), frente a la plaza de Capuchinos. Desde
ese año fue vecino de la parroquia La Pastora, de Gloria a Sucre 23, hasta el
día de su fallecimiento. Se casó con Clara Rosa Díaz (Rosita), caraqueña de la
parroquia San Juan descendiente directa de isleños (Islas Canarias), unión en
la que procrearon cuatro varones y tres hembras; mi madre, Olga Teresa, fue la
mayor de las hembras. Cuando nos referíamos a mi abuela materna, los Loreto
Rodríguez le decíamos la abuelota, porque era algo robusta y mucho más si se la
comparaba con mi abuelita.
Mi padre era bajo de estatura
pero bastante fornido y camorrero, como todo hombre bajito. A él y a varios de
sus hermanos, por su cabello rubio oscuro semejante al pelo del león, los
llamaban araguatos. Apenas llega al Liceo San José, un bachillerato para muchachos mayores ubicado en Los Teques, durante el primer recreo los compañeros de estudio empiezan a mofarse del
catire que no podía negar que era un campesino. Uno de los estudiantes, que
tenía ciertos conocimientos y destrezas en el arte del boxeo, le busca pleito y
empieza a apabullarlo, conectándole jabs y bailoteando alrededor de él. Mi papá trató de esquivar el
aguacero, pero ante el primer derechazo que recibió, reaccionó y llevó el
combate a su terreno. Acostumbrado a lidiar con novillos, a tumbarlos por los
cachos para darles vuelta y caparlos, se abalanzó sobre el mozalbete, lo
levantó en vilo y lo dejó caer sobre el piso del patio, que por fortuna era de tierra.
Ahí se acabó la pelea y los estudios de mi progenitor. Las comunicaciones de
cualquier tipo eran difíciles en ese entonces, por lo que me imagino que tardó
cierto tiempo para que a mi abuelo le llegara la notificación y fuera a buscar
a su hijo que había sido expulsado del colegio. Posiblemente fue el mismo doctor
José de Jesús “El Tigre” Arocha, fundador y director del plantel, quién le hizo
entrega a mi abuelo de mi padre; en sus palabras dejó ver que Francisco de
Paula sólo sabía bregar con bestias y que por poco no había matado a su
contendor. Como castigo, mi abuelo no se llevó a mi padre con él para Calabozo, sino
que lo dejó en el camino, en Cagua, trabajando esta vez sí como peón, en la
hacienda de su cuñado don José Gorrín, un acaudalado ganadero casado con María
Teresa Loreto Quintana, a quien todos mis hermanos llamábamos mi tía Teresa.
La historia de los Loreto Rodríguez empieza a comienzos de 1936, cuando
muere en Caracas don José Gorrín, en su casa de habitación de la parroquia San
Juan, aledaña a la plaza de Capuchinos. Al velorio asistió Olga Teresa Rodríguez
a acompañar a sus amigas las González, unas vecinas que también eran amigas de
la familia del difunto. Allí ve por primera vez Francisco de Paula a Olga y se
prenda de ella al punto que va a pedirle la mano a su padre Julio César sin ni
siquiera haber hablado con la que a la postre sería mi madre. Afortunadamente
el general Juan Vicente Gómez había muerto en diciembre del 35, porque según
contaba mi papá, en tiempos de Gómez no había a quién ganarle un centavo. Una
vez muerto el dictador se abrieron fuentes de trabajo y en el 36 mi papá empezó
a trabajar como caporal en la construcción, a pico y pala, de la carretera de
Sebastopol y Las Adjuntas, a la salida de Antímano. Ya de novio con mi madre, se lleva a mis tíos Eliseo y
Fernando a trabajar en la carretera, empleo que les dura poco, porque a cuenta
de ser cuñados del supervisor se pusieron a echar carro y mi padre no tuvo más
remedio que botarlos. Desde ese momento en la familia Rodríguez Díaz empezó a
correr el rumor, ampliamente confirmado con el correr de los años, de que
Loreto —como todos ellos lo llamaban—era un hombre bastante fregado.
Mis
padres Francisco de Paula y Olga tuvieron ocho hijos, seis varones y dos
hembras. Los tres primeros nacimos en Caracas, en la parroquia San Juan, en
tres casas diferentes: Cochera a Puente, Horno Negro a Puente Casacoima y Horno Negro a Río. Los cinco
siguientes fueron concebidos en San Juan de los Morros, donde se avecinda mi
papa en 1941 como Director Seccional de Estadísticas. Como mi papá confiaba más
en los médicos caraqueños y en los cuidos post parto que le iba a prodigar su
suegra a la madre y al recién nacido, los tres del medio, un varón y las dos
hembras, nacen en la parroquia La Pastora, dos en la casa de mi abuelo de Gloria a Sucre y la mayor de mis hermanas de Sucre a Cola de Pato, donde vivía alquilada una hermana de mi mamá. Los dos últimos sí nacieron en San Juan de los Morros. De
mis hermanos, Julio Vicente, psicólogo y abogado, fue un prolífico escritor pero
el más conocido es Félix, el actor de teatro y televisión. Cuando me preguntan
si Félix es familia mía, yo contesto que soy su hermano, pero que antes él era
hermano mío, por el hecho de ser menor, el penúltimo de todos. A tal punto
llega la fama de la farándula, que cuando mi hija se casó vine a saber que mi
consuegra había sido alumna mía, al ella expresar que uno de sus profesores que
había tenido en el postgrado era hermano de Félix Loreto. Eso había ocurrido
treinta años atrás y no es tarea fácil aún para la mejor memoria, recordar los
nombres o la fisonomía de una plétora de antiguos alumnos.
Mi
abuelo Julio César debería tener un sitio reservado en la historia de Venezuela,
pues fue la primera persona que importó pianolas a nuestro país y también el
primero que aquí fabricó rollos para dicho artefacto. Esta información la leí
en la contra carátula de un disco de acetato que grabó uno de sus tantos
amigos, entre los que se contaban Vicente Emilio Sojo y José Antonio Calcaño.
Su prodigioso oído musical, del cual no heredé nada, le permitió ganarse la
vida como afinador de pianos. Sus innegables dotes de artesano, de las cuales
sí creo que heredé algo, le permitieron también reparar pianos y construir
cuatros, esto último como simple hobby. La casa de La Pastora estaba llena de
pianos que requerían de alguna reparación de envergadura, pero algunas veces
hacía reparaciones menores a domicilio, caso en el cual a su equipo habitual de
la llave de afinar y el diapasón agregaba una pesada caja de herramientas, no
tan pesada porque muchas veces yo, en las vacaciones que pasaba en Caracas y siendo
un mozalbete macilento, me iba con él y lo ayudaba a cargarla. Honrado hasta la
pared de enfrente, más de una vez conseguía objetos de relativo valor dentro de
las cajas de resonancia de los pianos que reparaba a domicilio, los cuales
entregaba con presteza a los dueños. El caso más emblemático fue cuando
encontró un valioso collar de perlas en el piso de la caja del piano, tapiado
por el sucio y las telarañas, el cual la propietaria había dado por perdido,
sin saber cómo ni cuándo se lo habían robado. Hasta una recompensa quiso darle
la señora, pero él no la aceptó.
La Escuela de Música. |
Mi
abuelo Julio César afinó y reparó los pianos de casi toda la aristocracia
caraqueña de su época, hasta pocos días antes de fallecer. A una avanzada edad
a la cual quizás anhelaba descansar, seguía en plena actividad para subsistir
con dignidad. Además seguía siendo buscado y preferido para afinar los pianos
en las celebraciones de algún evento musical importante en los escenarios
caraqueños. Mis tíos Eliseo y Julio César, herederos de las aptitudes y el
talento para la música de mi abuelo, también trabajaron afinando pianos, aunque
Julio César se dedicó más que todo a la enseñanza de ese instrumento y Eliseo,
de quien decían que era tan buen afinador o aún mejor que su padre, murió
joven. Mi tío Julio César recibió clases de piano a domicilio y luego fue a la
Escuela de Música, entre las esquinas de Veroes y Santa Capilla. Mi madre también
recibió clases de piano en la casa de la parroquia San Juan, pero su profesora,
una señora llamada Dolores, se quedaba dormida en plena clase y se despertaba
preguntando “¿Por dónde íbamos?”, con lo cual el progreso era muy lento. Mi
mamá no pudo asistir a la Escuela de Música, ya que en los años treinta era
impensable que una muchacha saliera sola a la calle, ni siquiera de día, en una
Caracas que se podía catalogar de bucólica. Mi abuelo era el afinador oficial
de los pianos de la Televisora Nacional (canal 5), de los teatros Municipal y
Nacional, de la Casa de la Cultura Popular, de Radio Continente y de Radio
Caracas Televisión. También iba a Maracay a afinarle los pianos al general
Gómez; una vez que fue a esa ciudad salió del hotel y fue a dar una caminata
por la plaza Bolívar. Un chácharo lo vio con malos ojos y manoseando la
peinilla, le preguntó que hacía por ahí, pero casi inmediatamente otro chácharo
de mayor jerarquía le dijo al primero que no molestara al visitante, que “el
señor era de la causa”. Nunca le conocí causa política alguna a mi abuelo, aun
cuando él, a veces, usaba el término “godo” para referirse a alguna persona que
le caía mal. Quizás ésta fue la única expresión “demodé” que le oí, porque
cuando decía que iba para los lados de la quinta de Crespo, tan sólo estaba usando
el nombre empleado durante muchos años de su vida para el sitio donde el
general Joaquín Crespo construyó su residencia. Después, esos terrenos fueron donados
a la nación por el presidente Crespo y en ellos el gobierno de Eleazar López
Contreras empezó a edificar el mercado de Quinta Crespo, el cual sólo vino a
ser inaugurado en 1951 por Marcos Pérez Jiménez.
El mercado de Quinta Crespo. |
En la Televisora
Nacional empezaron a pedirle la cédula a la hora de ir a cobrar su sueldo y él
contestaba que no la tenía, lo cual era verdad. Para noviembre de 1942 cuando
se ceduló el primer venezolano, el presidente Isaías Medina Angarita, mi abuelo ya tenía 59 años y
se había desenvuelto a cabalidad sin ese, en su criterio, entorpecedor invento.
Pero al informarle la secretaria, la tercera ocasión que le pidió el número de
cédula, que la próxima vez no iban a pagarle la quincena si no presentaba la
cédula, se apresuró a sacarla. En el otro extremo mi papá, que era un funcionario
gubernamental de muy bajo rango, fue uno de los primeros tres mil venezolanos
que tuvo cédula, la 2933. Estas cuatro cifras, unidas a hecho de que mi papá
vivió más de noventa años, causó que cuando le pedían el número de cédula,
después de él enunciar los cuatro guarismos la gente se quedaba esperando el
resto y él tenía que decirles que eso era todo.
Mi abuelo Julio no fue amigo de beber licor, pero sí fumaba. Dejó de
hacerlo cuando sus hijos llegaron a la adolescencia, para que no tomaran el mal
ejemplo de él, pero al ver que había fracasado en el intento ya que mi madre
fue la única de sus hijos que nunca fumó, volvió a tomar el vicio. Fue un gran
fanático de la lucha libre profesional, espectáculo que vino a Venezuela junto
con las transmisiones de televisión. Cuando tenía pesadillas se despertaba
dándole a la pared con el canto de la mano, emulando su inconsciente a los
luchadores que había visto en blanco y negro en la pantalla de Televisa (Canal
4), que fue donde primero se presentó el también llamado “Catch as catch can”, con la animación de
Blas Federico Jiménez. Desde la parte baja de una esquina el narrador promocionaba
al whisky Old Original,
campaneando un trago que se servía de una botella que al principio de la
transmisión estaba llena; al final era palmario para los televidentes que la
botella estaba vacía y que la dicción del animador había ido desmejorando con
el progreso del espectáculo. Cuando empezó la competencia entre canales en ese
renglón del pancracio y el Canal 8 —CVTV, que era para ese entonces una emisora
privada— empezó sus emisiones en vivo los sábados por la noche, con la
animación de Antonio del Nogal, a mi abuelo no había quien lo moviera de su
poltrona de mimbre, mientras se entretenía con las peripecias de Dark Búfalo, Bernardino Lamarca, Jaime El Fantasma, Bassil Batah y
el Gran Lotario, bautizado este último no en honor al emperador carolingio sino
al inseparable amigo de Mandrake el mago. Mi abuelo decía que si alguien se metía
con él en la calle, le iba a meter un tackle. A mi papá le causaba mucha gracia imaginarse a aquel viejito
flaco ejecutando una patada voladora: desplazándose por los aires para golpear
a su oponente en el pecho con ambos pies. Mi abuelo nunca me habló de boxeo; al
parecer el arte de los puñetazos no le llamaba la atención y ni siquiera se
unió al corro de hijos y nietos que vimos en su casa de La Pastora la
transmisión en vivo, algo poco común en ese entonces, de la pelea entre Ramoncito Arias y
Pascual Pérez. Pacífico por naturaleza, sin embargo siempre cargaba encima la
llave de afinar terciada en el cinturón del pantalón, fuera o no a trabajar,
para defenderse.
Mi abuelo fue una persona
afable, espontánea y comunicativa, lo que le hacía ganar el afecto de las
personas con las que trataba. Siempre andaba silbando, era chusco, ocurrente y
bromista.
—Loreto: ¿Sabes quién se murió? —le preguntó una vez a mi papá estando
yo presente.
—No Julio, ¿quién?
—Simón Bolívar.
Lo que siguió fue una sarta de reproches de mi padre, pidiéndole a mi
abuelo que se comportara con seriedad y recalcándole que él podía ser su padre.
Mi abuelo, por su parte, no podía dejar de reírse, ya que él decía que mi padre
se tomaba todas la cosas demasiado en serio.
Julio César fue muy dado a contar anécdotas del general Gómez y a los
decires. Ante los infortunios de los recién casados y las duras pruebas
existenciales de las parejas expresaba “cásate y verás”, pero al ver la severa
cara de mi abuela Rosa, aclaraba: “Y no es que yo diga que a mi me ha ido mal
en el matrimonio”. Cuando alguien comenzaba a verse envuelto en problemas decía
que “ya empezó Cristo a padecer”. “Hasta cuándo Gómez, paisano” y “No hay mal
que dure cien años ni cuerpo que lo resista” se explican por sí solas. Cuando
se enteraba de la existencia de algún enemigo suyo gratuito, recordaba el
proverbio árabe “Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu
enemigo”. Aquellas personas ásperas y renuentes a tratar a sus semejantes, lo
movían a contar el caso de un individuo a quien tuvieron que contratarle
parihueleros para que cargasen la urna cuando falleció.
“Los gatos no comen fieltro”, entrada de esta bitácora de diciembre de
2006, gira básicamente en torno a mi abuelo el afinador. Ahí destaco que él
también fabricaba bordones para los pianos, en una máquina de su propiedad que
tenía en el sótano de la casa y en la cual perdió un ojo a temprana edad, al
soltarse la espiral de alambre fino que estaba tejiendo sobre un alambre más
grueso. A los pianos que reparaba les reemplazaba cuerdas, correitas y
martinetes. El blanqueo de los teclados lo hacían mi abuela Rosa y mi tía
abuela María Teresa Rodríguez (Teté), con un hisopo impregnado en Zonite, un
producto para duchas vaginales que no diluido era un blanqueador eficaz. Como
ya lo mencioné, en casa de mi abuelo también duplicaban rollos de pianola, en
una máquina que él trajo de Nueva York junto con las primeras pianolas. En ese
entonces los viajes a la metrópoli del norte se hacían por barco y los reales
para el pasaje y el adiestramiento los consiguió jugándose a Rosalinda:
hipotecando la casa. En ese entonces y antes de la aparición de la banca
hipotecaria a mediados de los sesenta, al obtener real prestado los pagos
mensuales que se hacían eran puros intereses, ya que el capital de la deuda
nunca disminuía. Si por alguna razón cada vez que alguien no podía pagar la
mensualidad, el prestamista sumaba los intereses morosos al capital, con lo que
la deuda seguía creciendo al igual que el monto de los intereses. El objetivo
final del agiotista era quedarse con el bien dado en prenda. Pero el abuelo, un
trabajador incansable, a su regreso puso a producir tanto el entrenamiento
recibido como los conocimientos adquiridos en el ombligo del mundo y pudo pagar
la riesgosa deuda.
Mi abuelo nunca dejó de sellar su cuadrito del 5 y 6, con la ilusión de
ganarse unos buenos centavos, pero la alegría le duraba hasta que se caía en
dos carreras. En sus días postreros había que obligarlo a que comiera algo, ya
que se mostraba renuente a hacerlo y expresaba “Que fastidio, esa comedera”.
Como si fuera un niño, lo único que todavía le llamaba la atención era comer
churros y tomar jugo de guanábana. Por las noches se acostaba diciendo
“Amaneciera yo tieso mañana” y los lunes, después de no haberse ganado un
cuadro de caballos con 6 o con 5, amanecía descorazonado y exclamaba: ‘Mi
hermano Lino sí hizo carrera, se murió cuando los faroles de kerosén”.
Semblanza de
Julio César Rodríguez. El Pastoreño, página 15. Caracas: 18 de julio de 1985.
Comentarios
sangre hay musica de Puerto Rico, por mi padre y abuelos de la isla.
Es un magnifico listado el de Luis Loreto. Somos colegas en la ingenieria y en la musica! Gracias por el blog. Firma:
Clemente Pereda Berrios.