Los estudiantes contra la dictadura

En 1952, cuando la Junta de Gobierno permite que se lleve a cabo la convocatoria a representantes de una Asamblea Nacional Constituyente, el objetivo primordial no era exactamente la elaboración de una nueva constitución, sino el hecho de que dicha Asamblea elegiría al Presidente Constitucional para el periodo 1953-1958. Como los resultados no favorecieron al gobierno, estos fueron invertidos, fraguándose así un nuevo golpe de estado. Ese clima político, sustentado en un fraude, era el que se había vivido en Venezuela por casi cinco años cuando yo ingresé a la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela en septiembre de 1957. En ese entonces yo no había participado ni mucho menos dirigido acción política alguna, ya que había estudiado los primeros cuatro años de bachillerato en San Juan de los Morros bajo una férrea supervisión paterna y cuando curso el quinto año en Caracas en el liceo Carlos Soublette, lo hago bajo la amenaza de una caución que mi anciano abuelo fue obligado a firmar, en la cual se hacía responsable de mi conducta.

En primer año de ingeniería, entre repitientes y nuevos éramos más de trescientos estudiantes, repartidos teóricamente en tres secciones, cada una con más de cien alumnos. Las clases de Química las recibíamos todas las secciones juntas, en el auditorio del edificio de Geología, Minas y Metalurgia e igual sucedía con las de Física, pero ahí estábamos divididos en dos grupos a cargo de un mismo profesor. El jueves 21 de noviembre de 1957 teníamos dos horas de clase seguidas a primera hora, en el auditorio antes mencionado. La exposición del profesor fue interrumpida casi al final por unos gritos que provenían del flanco oeste. Al salir por las escaleras vimos en el espacio entre el edificio donde estábamos y el auditorio de la Facultad de Ingeniería, en medio de un gran revuelo y de un coro de voces que llamaban a la huelga, a un estudiante de otra facultad que después supe que se trataba de Américo Martín, trepado sobre una improvisada plataforma arengando a los presentes. El meollo de la protesta era el plebiscito propuesto por Pérez Jiménez el 4 de noviembre de ese año y aprobado por el Consejo Supremo Electoral el 17 del mismo mes. A pesar de la rígida censura que imperaba en todos los medios de comunicación y de la presencia en los más impensados rincones de los temibles funcionarios de la Seguridad Nacional la juventud, sin distinción de toldas políticas, se había lanzado a manifestar abiertamente contra la dictadura. En lugar de curarse en salud siguiendo las palabras de Otto von Bismarck, de que con las leyes pasa como con las salchichas, es mejor no ver como se hacen, los estudiantes decidieron dejar oír su voz, ya que consideraban que el plebiscito no era más que un nuevo fraude orquestado por el dictador, una señal inequívoca del temor que tenía el régimen de contarse de nuevo a través de elecciones. En ese momento no pensé en otra cosa sino en abandonar lo antes posible el recinto universitario A continuación narro mis vivencias en torno a ese día, ampliadas por los testimonios orales de tres de los protagonistas: Max Contasti, Wolfgang Stockhausen y Douglas Figueroa. Los dos primeros estudiaban ingeniería aunque luego Max se cambió a sicología y Douglas lo hacía en la Escuela Técnica Industrial. Quizás para completar el panorama me haría falta obtener información de alguno de los estudiantes de la Universidad Católica Andrés Bello, quienes también se alzaron esa mañana en las instalaciones de la esquina de Tienda Honda.

Cruzando por el improvisado mitin, me dirigí hacia el edificio principal de la Facultad de Ingeniería por el sur, por la puerta donde quedaba el cafetín de Giuseppe. Llevaba como único equipaje una pequeña carpeta de tres argollas, en la cual tomaba los apuntes de todas las materias. Ya tenía en mente salir lo antes posible, pero temía que andar con una carpeta era como tener en la frente un sello que dijera estudiante. En eso me topé con un compañero de otra sección de primer año, a quien yo ya había visto en otras oportunidades en los pasillos enfrascado en candentes discusiones políticas; él se identificó como Narciso Planas y ofreció guardarme la carpeta en un locker metálico con candado que tenía debajo de las escaleras que estaban frente al cafetín. Que el gordo Planas tuviera un locker lo atribuí a su condición de dirigente estudiantil, pero luego yo mismo dispuse de esa facilidad, apelando al simple expediente de ponerle candado a uno de los lockers que estaban en la planta baja del edificio de Arquitectura, en la zona más cercana a Ingeniería. Luego de dejar la carpeta bajo llave, enfilé mis presurosos pasos hacia la salida más cercana, la de la plaza de Las Tres Gracias. Si de lo que se trataba era de salir ileso, tuve la suerte de haberme marchado bien temprano, porque un poco más tarde fue una misión casi imposible.

Alrededor de los 9:30 de la mañana un grupo de estudiantes interrumpió las deliberaciones de la Conferencia Internacional de Cardiología que se realizaba en las instalaciones de la Biblioteca Central, después de haber quebrado una amplia puerta de vidrio, la cual se convirtió en una especie de guillotina hasta que terminaron de caer los enormes fragmentos. Uno de los manifestantes dio un discurso en el sitio. Entre los médicos asistentes a la conferencia se encontraba el doctor José Francisco Torrealba, quien se dirigió a los estudiantes tratando sin éxito de calmar los ánimos. De las instalaciones de la biblioteca un nutrido grupo, formado más que todo por estudiantes de ingeniería según me cuentan Wolfgang y Max, se dirigió hacia el rectorado y luego, para hacer que la protesta trascendiera, salieron hacia la plaza Venezuela. Desde las ventanas de la residencia femenina, las muchachas saludaban y aupaban a los manifestantes. Cuando llegaron al puente sobre la autopista ya la policía, que venía desde la plaza Morelos, había llegado por la autopista y se habían estacionado bajo el puente. Los agentes empezaron a subir, siendo recibidos por una lluvia de piedras, que como siempre aparecieron por arte de magia y algunas de ellas dieron en el blanco, lo cual no deja de ser un eufemismo porque la mayoría de los policías eran negritos de las barriadas caraqueñas, aun cuando había algunos andinos. Muchos estudiantes decidieron replegarse corriendo hacia la Ciudad Universitaria y otros decidieron alcanzar la plaza Venezuela y salían como hormigas por la margen norte del río Guaire. De esto fui testigo visual a la altura de la estatua de Colón, desde el autobús anaranjado de la circunvalación tres que se dirigía al centro y que yo había abordado frente a Cars, en la salida de la plaza de Las Tres Gracias. En la rampa que va hacia la autopista, por donde ahora está el mural de Zapata, dos chicas dudaban entre seguir o devolverse ya que una de ellas, Max piensa que era la estudiante de economía Gladys Lander, se había torcido un tobillo. Wolfgang se detuvo a tratar de ayudarla y lo agarraron preso. Cuando estaba en la jaula que lo llevaría a las instalaciones de la Seguridad Nacional, uno de los policías lo reconoció como el autor de la pedrada que le había roto la cara y pugnaba por entrar a la jaula, pero los otros agentes no lo dejaron desquitarse. Al no ver a Wolfgang junto a él, Max sospechó que lo habían hecho preso. A la altura de las residencias las muchachas, entre ellas Imelda Rincón y Doris López, le daban agua con valeriana a los agotados manifestantes. Como muchos que tenían vehículo, Max decidió dejar estacionado su carro en la Universidad y salió a pie sin contratiempos en horas de la tarde por la plaza de Las Tres Gracias. De ahí fue a gestionar la libertad de Wolfgang, en compañía de Manolo Garabito y de un funcionario que ellos creían era de la Seguridad Nacional, el cual vivía en el mismo edificio que los Stockhausen en Los Totumos de El Cementerio. A eso de las siete de la noche, una comisión de doce miembros que seleccionó Gianfranco Incerpi, integrada entre otros por Rodolfo Schafernott, Pedro Vivas Bertier, Guillermo Domínguez, Emilio Santana y el propio Incerpi, fue a hablar con el rector Spósito Jiménez, para pedirle que gestionara la libertad de los estudiantes detenidos. Iban custodiados por un funcionario de la Seguridad Nacional de apellido Morantes. Mientras tanto en las instalaciones de la Seguridad Nacional el propio Pedro Estrada les preguntó a los detenidos acerca de lo que querían. Uno de ellos, o no entendió la pregunta o tenía el hambre hereje, porque dijo que querían tostadas. Les llevaron una bandeja con arepas rellenas y café pero ninguno quiso comer nada, pues alguien regó la bola de que las arepas estaban aderezadas con vidrio molido.

Esa misma mañana Douglas Figueroa, que había llegado dos meses antes desde el lejano pueblo de Río Caribe, estaba realizando las prácticas de Taller en la Escuela Técnica Industrial (ETI), enclavada dentro de la misma Ciudad Universitaria, en las instalaciones donde hoy funciona la Facultad de Ciencias. La ETI tenía su propia residencia estudiantil, y en ella se respiraba un ambiente de mucho orden, con una disciplina casi militar. Ese memorable día, la práctica estaba siendo supervisada desde su oficina por el profesor, a través de un vidrio con visión panorámica, parado y con los brazos cruzados, cual capataz de una fábrica, listo para llamar la atención a cualquier alumno distraído. De pronto el silencio se rompió y apareció un grupo de alumnas de la Universidad Central que habían logrado violentar el portón de la Escuela Técnica, neutralizar al cuerpo de vigilancia y entrar en grupos a las distintas aulas y talleres. Las que entraron al taller de Douglas se subieron a un mesón de trabajo y megáfono en mano empezaron a despotricar contra la dictadura de Pérez Jiménez. Douglas confiesa que su primera reacción fue de mucho miedo, alternando su mirada con vacilación entre las bellas jóvenes que los incitaban a salir a la calle y la cara de arrecho que no podía disimular el profesor. A Douglas lo que más le preocupaba en ese momento era que la Técnica había estado clausurada en años anteriores y el día de su inscripción, su representante tuvo que firmar una constancia que lo comprometía a permanecer ajeno a este tipo de situaciones.

Pese al fogoso discurso de las jóvenes, el miedo prevalecía entre los estudiantes y ninguno se atrevía a moverse de su sitio, ni a soltar las herramientas de trabajo. Hubo momentos de tensión e indecisión hasta que una de las chicas, dotada de una atractiva figura, apeló a un recurso muy conocido e infalible para persuadir a una audiencia de puros hombres: se levantó su linda falda y enseñó casi todo. Pero no era para el disfrute de aquellos adolescentes, pues al mismo tiempo les gritaba, enfurecida: ¡Gallinas, cuerda de culillúos, esta pantaleta que ven aquí la deberían llevar ustedes! En cuestión de minutos, y sin darse cuenta, todos los estudiantes se encontraban en la avenida Roosevelt, rumbo a la Escuela Normal Gran Colombia en el Prado de María. El entusiasmo y la algarabía les duró lo que dura un peo en un chinchorro, pues al llegar a la altura de la plaza Tiuna, el pánico cundió cuando vieron llegar de todas partes numerosas patrullas de las cuales salían los policías blandiendo rolos y peinillas. Despavoridos, cada quien escogió su mejor ruta de escape, pero desafortunadamente muchos de ellos cayeron presos y algunos fueron enviados a la siniestra Seguridad Nacional y no se les volvió a ver más. Douglas escapó metiéndose con otro compañero en un modesto restaurante en las adyacencias de la plaza Tiuna. Se sentaron en una mesa al fondo del local y como si no pasara nada ordenaron sendos mondongos, a dos bolívares el plato. Les acababan de servir la sopa que habían pedido, cuando la policía hizo acto de presencia en la puerta del local. Douglas y su amigo sintieron que estaban perdidos, ya que sus uniformes color beige de la ETI los delataban. El dueño, un señor italiano, le dijo a los gendarmes que esos muchachos eran clientes habituales, que estaban sentados ahí antes de que llegara la manifestación estudiantil. Por suerte los policías desistieron y se marcharon inmediatamente. Digo por suerte, ya que Douglas cuenta que cuando trató de llevarse el primer sorbo de sopa a la boca, la mano le temblaba tanto que le resultó imposible hacerlo.

No he podido precisar si fue al día siguiente cuando se produjo el asalto la Ciudad Universitaria por parte de funcionarios de la policía y de la Seguridad Nacional. Max sospecha que no fue el viernes 22, pues él pudo sacar ese día su vehículo del área universitaria. Además, el día del allanamiento él huyó hasta la iglesia de San Pedro en el carro de un amigo por la entrada del Hospital Clínico, apretujado con otros compañeros. La represión fue exacerbada por el intento de linchamiento por parte de los estudiantes de algunos funcionarios de la Seguridad Nacional. Resultaron detenidos más de 200 personas, entre estudiantes y algunos profesores. Al joven profesor de ingeniería Héctor Isava le metieron un peinillazo en un brazo cuando salió en defensa de los estudiantes. Wolfgang estuvo preso cinco días en la plaza Morelos y fue liberado tras las gestiones del embajador de Alemania, pero había sido botado de por vida de la Universidad Central. A raíz de los sucesos yo me fui para San Juan de los Morros, sin tener ninguna noticia oficial sobre la posible reanudación de las clases. El director de la Escuela Técnica Industrial por su parte había anunciado la suspensión de las clases hasta enero. Cuando los muchachos de la Técnica regresaron en enero, encontraron en el portón de la Escuela una larga lista de estudiantes botados, donde se esgrimían razones de bajo rendimiento. En la sección de Douglas, de 60 estudiantes sólo quedaron unos 35. Indudablemente que las acciones de los estudiantes fueron un detonante en la caída del dictador Pérez Jiménez. Al conmemorarse el primer año de los acontecimientos de la Ciudad Universitaria y como un homenaje a los estudiantes que tuvieron el valor de luchar por sus ideales de libertad y democracia el profesor Edgar Sanabria, en su condición de presidente de la Junta de Gobierno de la República de Venezuela, firmó el decreto mediante el cual quedó establecido el 21 de noviembre como el Día del Estudiante Universitario.

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