Si en las plazas de toros
aparecen vagando los espíritus de los toreros que murieron en plena faena, algo
similar debe suceder con los astados, que en estos menesteres llevan siempre
las de perder. No se si en las corridas de toros que se efectuaron entre 1955 y
1962 en el Club Sartenejas la suerte era a matar, o si simplemente se trató de
toreo portugués. En todo caso, nadie ha visto jinetes en el cielo de la
universidad, pero si hay recuentos de otros tipos de fantasmas. La Casa del
Estudiante es mudo testigo de las citadas corridas, ya que su extraña
arquitectura obedece a que está construida sobre lo que fueron las bases de
parte de las tribunas de la plaza de toros.
Contaba también el citado Club (según lo recogió María Teresa Jurado de Baruch en su obra “La Universidad
Simón Bolívar a través de sus Símbolos” Editorial Equinoccio, 1987 ) con
piscina, picadero para equitación, manga de coleo, caballerizas, canchas de
polo, campo de golfito, gallera, restaurant, salas de juego, canchas de tenis y
campos de tiro.
La primera noticia que se tiene sobre fantasmas en el
campus de Sartenejas tiene que ver con el proyecto de difusión televisiva, que
fue una feliz realidad con La Simón TV, hoy lamentablemente fuera del espectro
radioeléctrico. Creo que todavía quedan en algunos de los ambientes que antes
alojaron aulas en los básicos, las estructuras metálicas que sostenían a los
receptores de televisión a un lado del pizarrón. Las trasmisiones se originaban
en el Rectorado y se distribuían por cable hacia el edificio Básico I, pero
pronto el nivel freático del valle inutilizó el canal principal de distribución
de la señal. Este proyecto, que hacía pionera a la Universidad Simón Bolívar en
el área audiovisual, estuvo originalmente a cargo de Roberto Chang Mota y luego
pasó al control de Enrique Jorge Tejera Rodríguez. Como la señal viajaba por
cable, no se trata de fantasmas tecnológicos, nombre que reciben las señales
que llegan con distintos retardos a un receptor debido a la propagación por
trayectorias múltiples, sino verdaderos aparecidos, retruécano incluido.
La instalación de los receptores de televisión en el Básico
I se hacía de noche, para no perturbar las actividades y era realizada por
Adías Godoy Chávez y su ayudante Monasterios. No se si era porque no les
pagaban horas extras, pero estos dos técnicos estaban renuentes a continuar el
trabajo, ya que de noche los acosaba el fantasma de un mujer, una de las
pisatarias del valle, la cual se había ahorcado según cuentan en una mata de
mango que había en la zona que hoy queda entre el Básico I y el Básico II. El
relato de Godoy y Monasterios vino a ser corroborado por el ingeniero José
Itriago (ex alumno mío de la Universidad Central y primo de nuestro apreciado
colega Pedro
Pieretti), quien en una solitaria noche recogió en las afueras de
la Universidad a un Guardia Nacional que huía despavorido de la mujer fantasma.
Quien desee más detalles, puede consultar “La señorita de Sartenejas”, escrita
por José Urriola Casanova en el blog de los Hermanos Chang http://hermanoschang1.blogspot.com/2006/02/la-seorita-de-sartenejas.html
Después empezó a aparecer un vampiro en los básicos,
con colmillos, capa y demás aditamentos. Aparecía envuelto en la capa y la
desplegaba ante sus víctimas, causando más de un susto y huyendo sin ser
identificado. Pero sus fechorías finalizaron el día que se escondió en un baño
y abrió la capa frente al profesor Nelson Vázquez. Peló los colmillos, emitió
un ruido gutural y el profesor ni se inmutó, cosa que no debe extrañarle a quienes
conocemos a Nelson. Confuso, el estudiante no solamente le pidió perdón al
profesor, explicándole que esperaba asustar a otro estudiante, sino que además
se quitó la careta y fue plenamente identificado. Como se dice el pecado pero
no el pecador, les diré que el apodo del vampiro era “Tu”, trato que le daba él
a todo el mundo, incluyendo al Rector si es que la ocasión se le hubiese
presentado.
Para los que no criamos en un pueblo, la sayona, la
burra maneada, el carretón, la llorona, Juan sin pantalones y otros tantos
aparecidos eran parte de nuestras tertulias nocturnas. No le temíamos a los
fantasmas, al punto que mi padre me aconsejaba que si tenía que dormir al descampado
en un lugar desconocido, lo hiciera en el cementerio; que a los que había que
tenerle miedo era a los vivos. Después, con el advenimiento de la luz
eléctrica, los lémures cambiaron de domicilio. Por eso en el año 72,
cuando salí más tarde que nunca de la clase
de Transmisión de Datos que dictaba en horario nocturno en el Básico I, cuando
ya se habían marchado todos mis alumnos del postgrado de Computación, no me
alteré en lo más mínimo ante la presencia de una blanca figura que agitaba los
brazos en medio de la penumbra que reinaba en la curva de lo que es hoy el
Edificio de Comunicaciones. Al acercarse a mi carro, la figura se
delineó como una muchacha rubia, ataviada con
una bata de laboratorio, que me pidió que por favor la sacara del recinto universitario.
Le pregunté que hacia donde se dirigía y me dijo que hacia cualquier lugar
civilizado; le dije que yo iba hasta Piedra Azul, le expliqué dónde quedaba eso
y me dijo que perfecto. En el camino me contó que la práctica de química se
había tardado más que nunca y que cuando se dio cuenta, no quedaba sino ella en
el pasillo del laboratorio. Que eso era lo habitual, salir tardísimo de los
laboratorios, pero que ese día había batido el record. Iba hacia el este, así
que la llevé hasta la parada de los carritos (sí, en ese entonces eran
automóviles de cinco puestos) que todavía está frente a la Plaza de Baruta.
Según me han contado, otra noche un grupo de
estudiantes de química que salían del Básico I, se espantó con los lastimeros
quejidos que surgían desde algún punto del oscuro estacionamiento. No huyeron
despavoridas, pero se agruparon solidariamente, hasta que pudieron distinguir
claramente que la voz pronunciaba el nombre de Liselotte, una de las muchachas del
grupo. El pobre abuelo de una de ella la había ido a buscar, se estacionó y
decidió caminar en medio de la penumbra hacia el edificio. Para mala suerte no
lo hizo por el puente y rodó por el amplio canal de desagüe que en ese entonces
no estaba embaulado, sufriendo múltiples traumatismos. Esta historia parece
remota, pero en pleno siglo XXI todavía las alcantarillas le juegan malas
pasadas a los transeúntes, según me han informado.
Un Guardia Nacional que hacía la ronda nocturna fue
mucho más drástico ante la presencia de una bata blanca que caminaba sola por
los pasillos del Básico I. Si algunos no lo saben, dentro del campus de la USB,
en la casita que está en la curva frente al MYS operaba un destacamento de la Guardia
Nacional y las áreas exteriores de los primeros exámenes de admisión fueron
custodiados por guardias que portaban armas. La decidida acción del guardia fue
cargar el arma reglamentaria, posiblemente un FAL, y apuntar al blanco móvil.
Ante las angustiadas palabras que surgieron de la bata, se acercó y pudo
identificar a un joven de piel oscura, con una bata de laboratorio sobre los
pantalones negros y los zapatos negros. No era otro que el conocido José
Alvarado, el negro Alvarado, o el “Black
Hole” como le decimos los que
practicamos con él softbol, pues era muy buen bateador, pero medio espía con el
guante. José, como parte de sus labores de técnico, antes de que se fuera al
exterior y obtuviera su doctorado, se encontraba realizando algunas instalaciones
en los laboratorios, por supuesto que de noche y sin cobrar horas extras.
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